A propósito de Llewyn Davis - UNIVERSAL
MADRID, 1 Ene. (EUROPA PRESS - Israel Arias)
El año arranca de forma casi inmejorable, cinematográficamente hablando, con A propósito de Llewyn Davis, la nueva película de los hermanos Coen. Un lúcido trabajo en el que los responsables de Fargo o No es país para viejos se adentran en el Greenwich Village de los sesenta para regalarnos otro crudo, pero a la vez delicioso, retrato de un perdedor.
Oscar Isaac es Llewyn Davis, un personaje que los Coen trazaron cogiendo como molde la figura de Dave Van Ronk -padrino y guardián de toda una generación- y llenándolo de retazos de diversa procedencia. Su intención: personificar en él la esencia de una escena musical de la que emergieron artistas como Bob Dylan, Joni Mitchell o Tom Paxton. Un panorama fecundo y magnético, pero también duro y oscuro en el que otros muchos talentos naufragaron.
En ese momento y espacio nos sumergen los Coen durante tan solo unos días. Tiempo más que suficiente para ser testigos de excepción de un turbio pasaje de la odisea de su protagonista: un joven músico, encarnado por un Isaac inmenso y en constante estado de gracia -en lo musical y en lo interpretativo- que acompañado tan solo de una guitarra y un gato de atinado nombre va coleccionando pequeñas y grandes derrotas.
Y mientras este artista de la supervivencia va día tras día acumulando desatinos y noche tras noche saltando de un sofá a otro, los Coen deleitan nuestros oídos con una antológica banda sonora -a la que es casi imposible no regresar tras la proyección- y hacen desfilar por la pantalla un variopinto animalario marca de la casa poblado por algunos secundarios de lujo.
La adorable languidez de Carrey Mulligan, el barbudo y responsable empaque de Justin Timberlake, el implacable rictus de F. Murray Abraham, la chulería extrema de Garrett Hedlund o la genial repugnancia de John Goodman. Todos ellos tienen cabida en el mágico mundo folk de Llewyn Davis, donde van apareciendo y encajando a la perfección en heterogéneos pasajes que van desde la socarrona comedia negra hasta la surrealista road-movie pasando, o más bien regresando cada poco, al oscuro y pesimista drama existencial.
SIEMPRE LA MÚSICA
Y mientras a Llewyn le pasa casi de todo, y nada bueno... sigue sonando la música. Música que te retiene en el pozo de la tristeza propio de la cruda rutina del perdedor, pero que también puede acelerar para llevarte lejos de allí (la interpretación de Please Mr. Kennedy es uno de los momentos cinematográficos más enérgicos en la filmografía de los Coen).
Música que debemos a la selección de 'T Bone' Burnett -que ya trabajó en O Brother!, la otra gran película musical de los hermanos de Minneapolis- y que es junto a la certera y virtuosa fotografía de Bruno Delbonnel, dos de las grandes culpables de que la pócima de los Coen se torne más deliciosa cuanto más inclasificable y espesa se va haciendo.
Puede que a ella debamos también que la artimaña final con la que adornan su criatura, lejos de disgustarnos, incluso parezca una solución ideal, una trampa casi mágica para escapar de la línea recta hacia la perenne tristeza o del autocomplaciente giro al optimismo.
Un 'rizar el rizo' que sirve además para consagrar la terrible y resignada enseñanza de Llewyn Davis: si hay que existir condenado a sobrevivir tomando bocanadas de aire entre fracaso y fracaso, es mejor que, cuando podamos sacar la cabeza para respirar, al menos suenen buenas canciones.