Medianoche en París, el genial cuento de hadas de Woody Allen

Medianoche En París
MEDIAPRO
Actualizado: viernes, 13 mayo 2011 16:00

MADRID 13 May. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -

Suenan las doce campanadas... y comienza la magia. No es 'Cenicienta' es 'Medianoche en París', la deliciosa fábula de un Woody Alen que se sirve de toda su genialidad para dilapidar la falacia comúnmente aceptada de que 'cualquier tiempo pasado fue mejor'

En 'Medianoche en París' hay mucho que disfrutar y que celebrar. Sobre todo el regreso del mejor Woody Allen. Su aventura francesa es sin duda lo más certero que ha firmado desde 'Macht Point'.

Tras las fallidas 'El sueño de Casandra' y 'Vicky Cristina Barcelona' -La bella ciudad condal debe sentirse agraviada si compara su cinta con la francesa- y el poco pulso que demostró en 'Si la cosa funciona' y 'Conocerás al hombre tus sueños', Allen se redime dando un paso más. Ofrece todas las virtudes que se le presuponen y alguna otra ya casi olvidada. Golpes dignos de sus trabajos sobresalientes de antaño.

Lo hace con un cuento hadas presentado con un planteamiento de lo más terrenal. Su alter-ego es un notable Owen Wilson. El actor interpreta a Gil, un guionista californiano cuyas aspiraciones literarias están aletargadas por la maquinaria y los talonarios de Hollywood.

Para liberar el genio que lleva dentro decide viajar a París buscando la inspiración en la urbe que durante los años veinte fue refugio y vivero intelectual de artistas de la talla de Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Scott Fitzgerald, Salvador Dalí o Luis Buñuel.

Pero, para su desgracia, no ha viajado solo. Le acompaña su prometida, una pragmática pija a la que da vida Rachel McAdams, y sus suegros, fervientes votantes del partido republicano que no ven en él otra cosa que una decepción con brazos y piernas. Una sensación muy familiar. Para más inri, allí coinciden con Paul, un antiguo compañero de universidad de su novia que es tan estirado y sabelotodo que el calificativo de pedante se le queda corto. El yerno que querrían sus futuros suegros. Otra historia familiar.

Tras una de estas tediosas cenas aguantando la remilgada cocina francesa y el monumental ego de Paul -encarnado a la perfección por Michael Sheen-, Gil decide dejar a sus acompañantes para pasear solo por las calles de París. Perdido por la ciudad del amor, se sienta en unas escaleras a recuperarse de los daños ocasionados por el vino local. Otro guiri borracho tirado en la calle.

Cuando el reloj da las doce, un coche de hace casi un siglo llega lentamente. Para a su lado. Se abre una puerta y sus alegres pasajeros le invitan a subir. A partir de ahí... pura y auténtica MAGIA cinematográfica. Sí, con mayúsculas.

Ese viejo coche es su billete hacia su propio paraíso: el París de los años veinte donde se codeará con la élite de la bohemia artística. Unos personajes que a Gil fascinan y que al espectador -siempre que esté mínimamente versado en la literatura, la pintura, el cine y las artes en general del último siglo- divertirán como pocas veces lo ha conseguido Allen. Y eso es decir mucho.

Gil, y el público, se debate entre dos mundos. Por el día intenta escabullirse de sus compromisos para poder escribir, mientras que durante la noche disfruta de lo que para él es la mejor época de la Historia. Pero la edad de oro con la que siempre soñó pronto le traerá también infelicidades. Allen hace así bueno el axioma sobre el que edifica su genial entramado: Vivir, sea cuando sea, es en sí mismo un trabajo insatisfactorio.

Es la moraleja, o mejor dicho una de ellas, que nos deja la genial y ocurrente fábula de Woody Allen. Un carta de amor a París, al arte de este siglo y a su cine. Una cita imprescindible con una deliciosa fotografía y una ensoñadora banda sonora. ¡Ah! También sale Carla Bruni. Eso sí, todo... a partir de medianoche.