MADRID 10 Nov. (OTR/PRESS) -
Que Mariano Rajoy se la jugó este domingo de extraña, atípica, no oficialmente reconocida, votación en Cataluña, es obvio. Aunque no se la ha jugado tanto como Artur Mas, de quien nadie sabe muy bien qué será a partir de este lunes que habrá de marcar el inicio 'formal' de una negociación entre la Generalitat y la Presidencia del Gobierno central (porque informalmente siempre ha existido tal negociación, claro está). Los dos, Rajoy y Mas, han logrado salvar la cara para llegar más o menos vivos hasta el 9-N: el primero ha logrado que no se dé ese 'referéndum secesionista' que el president de la Generalitat anunció incluso por carta a los primeros ministros europeos; Mas ha conseguido que, al menos, haya urnas en los colegios, que no se reprima a los voluntarios que organizaron la jornada electoral y tampoco a los catalanes que quisieron ejercer su 'derecho al voto', impulsado por las instancias oficiales y por los medios.
Pero ninguno de los dos ha mostrado ser un estadista y tendrán que demostrarlo ahora, tras la jornada 'electoral' de suficiente normalidad y bastante escasez de incidentes de este domingo, en el que lo de menos ha sido el grado de participación de la gente en un acto sin trascendencia alguna. Porque ambos se han dejado pelos en la gatera, como no podía ser de otra manera. Rajoy ha hecho gala de prudencia, de contención, de mesura, pero no de ideas para liderar una situación que, reconozcámoslo, le ha estallado en las manos sin haberla provocado, más allá de sus errores de comunicación con Mas ya a raíz de aquella Diada de 2012. Artur Mas se ha alejado de sus socios, Esquerra republicana e ICV, ha provocado grietas en la coalición con Unió y tensiones internas en su partido, Convergencia, que ahora aparece en las encuestas como claramente minoritario frente a Esquerra, recelosa y mosqueada ante las informaciones que hablan de que la negociación entre Generalitat y Gobierno central no se ha interrumpido en ningún momento.
Si Artur Mas logra evitar una convocatoria anticipada a unas elecciones autonómicas, que es de temer que ganaría Esquerra, se podrá ir tejiendo un mantel de normalidad que tape tensiones secesionistas y otorgue algunas 'cosas buenas' a Cataluña: ahí están, sobre la mesa e intocadas, las veintitrés peticiones que Mas se llevó a Madrid en su cita monclovita de finales de julio pasado. Hay que hacer algo, desde 'Madrid', que le sirva a Mas para blandirlo ante el electorado, recuperando terreno frente a la intransigencia de ERC, que es ahora el auténtico peligro para Convergencia, para Unió, para el Estado central y, desde luego, para la empresa, la burguesía y las clases medias catalanas: ¿qué sería de Cataluña con un Govern exclusivamente en manos de Esquerra? Eso, en Barcelona, desde donde escribo, se lo preguntan todos. Menos, claro está, ciertos portavoces institucionales, algunos medios y las sedicentes representantes de una parte de la sociedad civil.
Esa será precisamente una de las bazas negociadoras: que las 'esteladas' en los balcones sirven, lo mismo que la Diada, para una jornada festiva en la que la gente se acerca a los 'colegios electorales' en medio del paseo dominical. Pero luego viene la dura realidad, la economía, la necesidad de mantener el estado de bienestar, la 'marca Cataluña' en el mundo, las buenas relaciones con los vecinos aragoneses, valencianos, con el resto de los españoles, que compran productos catalanes, establecen oficinas en Barcelona y hasta, como ha ocurrido este fin de semana desde un recinto especializado en Madrid, 'exportan' ejemplares de aves en peligro de extinción a las montañas catalanas.
Es decir, ahora habrá que gestionar, desde la anormalidad máxima que hemos vivido, la normalidad. Que el Rey pueda visitar cualquier localidad catalana sin incidentes ni gritos, que Rajoy pueda acudir a Sant Jaume lo mismo que Mas a La Moncloa, que los ministros inauguren cosas en tierras catalanas, que los parlamentarios catalanes en las Cortes se produzcan sin estridencia alguna. Que funcionen las instituciones autonómicas, todo lo reforzadas que ustedes quieran, pero parte del Estado autonómico al fin. Y que las familias catalanas puedan, de nuevo, hablar de política en la paz del hogar entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanos, entre amigos de toda la vida que ahora callaban ante ciertos temas.
¿Qué hace falta para conseguirlo? No mucho, la verdad. Diálogo, diálogo, diálogo, sin aferrarse a ese incómodo 'legalidad, legalidad, legalidad' tan empleado por Rajoy, ni a ese 'sí o sí', tan cazurro, de Mas, el hasta ahora rehén de Oriol Junqueras... aunque negociaba secretamente, bajo cuerda, con 'Madrid', es decir, con, entre otros, el todopoderoso asesor de Rajoy, Pedro Arriola. Díganos usted, amable lector, si no hay motivos para un cauto optimismo: nada puede ser peor. Mucho depende, claro, de ese Rajoy de quien los viajeros a La Moncloa dicen que está acorralado y pensando no tanto ya en las elecciones municipales y autonómicas cuanto, mucho más a corto plazo, en esa comparecencia parlamentaria del próximo día 27 -otra valla en la carrera- para detallar cómo diablos va a luchar contra la corrupción quien no ha podido lograr ni la dimisión del viajero extremeño Monago. Y mucho depende también, desde luego, de ese Artur Mas desprestigiado -aunque él no se haya dado cuenta aún--, que no ha hecho ningún favor a Cataluña con todo lo que ha montado, aunque aún pueda obtener algunas ventajas para esta Comunidad. Realismo, realismo, realismo, ha de ser ahora, por fin, la consigna.