MADRID 26 Jul. (OTR/PRESS) -
El Rey Juan Carlos pidió ayer ante el Apóstol Santiago que se fomente todo lo que une y hace más fuertes a los españoles, todo lo que asegura la solidaridad entre las autonomías y que hace de España la "gran familia unida, al tiempo que diversa y plural, de la que nos sentimos orgullosos". Incluso solicitó ayuda para erradicar "la sinrazón de la barbarie terrorista" y para resolver cuanto antes la crisis económica y sus duras consecuencias para millones de personas y de familias, en particular para los jóvenes. Tanto a la entrada como a la salida de los Reyes hubo gritos de "¡Viva España! ¡Viva El Rey! ¡Viva La Reina!" o "¡Sofía, guapa!".
Puede estarse o no de acuerdo con todas esas peticiones y/o las formas utilizadas, pero la esencia de este tipo de ofrendas es de otra naturaleza, ya que no por estar de acuerdo con su contenido es obligado estarlo con su mera celebración. Este tipo de eventos, ampliamente respetados, si en algo resultan contradictorios es con la Constitución, ya que el Estado español es aconfesional, lo que debe implicar un principio de neutralidad de los poderes públicos en materia religiosa. Así consta en la Carta Magna y así lo ha declarado en algún momento el Tribunal Constitucional, como garante de los derechos y libertades públicas, es decir, de la libertad religiosa y de la aconfesionalidad del Estado.
¿Qué sentido tiene, por otra parte, que el jefe del Estado haga peticiones al Apóstol o que un alcalde se arrodille ante la Virgen en nombre de sus ciudadanos? Puede argumentarse que son tradiciones, que eso tampoco hace daño a nadie, que incluso da satisfacción a los ciudadanos católicos y que éstos son muy numerosos en España, pero nada de ello elude la constatación inicial, que lejos de ser una opinión más o menos controvertida, todavía políticamente incorrecta, debería ser un principio de obligado cumplimiento para todas las autoridades del Estado. Entre otras razones, porque los principios constitucionales delimitan cualquier tipo de confusión entre las funciones religiosas y las estatales, de modo que las autoridades están obligadas a cumplir las normas que nos son comunes a todos, religiosos y laicos.
En otros países de cultura democrática arraigada, como la vecina Francia, ya no se dan estos debates y menos aún este tipo de ofrendas, y en la España del futuro probablemente tampoco se darán, pero de momento aquí seguimos manteniendo una serie de ritos de dudosa constitucionalidad. A quienes a veces se les llena la boca hablando de la Constitución poco menos que como arma arrojadiza se les olvida en cambio que esa misma norma no ampara ceremonias como la ofrenda al Apóstol Santiago.
La Casa Real se justifica con el argumento de que la llamada Ofrenda Nacional al Apóstol es una costumbre que, según ha recordado el propio monarca, mantiene la Corona desde 1643 y que el Rey hace en nombre del país cada Año Jubilar. Todo eso puede ser muy tradicional y puede resultar muy interesante, incluso vistoso, pero la clave está en si es o no constitucional que se haga.