Madrid, a 25 de septiembre de 2017.- En su última película, Guillermo del Toro continúa explorando los mecanismos del fantástico con una historia de amor entre Elisa, una conserje, y una criatura anfibia antropomorfa. Esta historia de dos marginados se ambienta en la convulsa época de 1963 (la criatura está atrapada en una instalación estadounidense, donde trabaja Elisa, y es objeto de deseo de los soviéticos) y sirve de excusa para plantear una reflexión mucho más profunda y de marcado carácter crítico. Con esta obra, Del Toro se llevó el León de Oro en Venecia y el favor unánime de la crítica internacional, que ya la considera una firme candidata para la próxima temporada de premios.
Cuando Del Toro encuentra una historia y deposita su fe en ella, se vuelve inasible al desaliento. Reúne a un equipo de artistas para que canalicen el mundo que ha construido en su mente y den forma a bocetos y esculturas de las criaturas y su universo, al tiempo que pule el guion. Con todo el trabajo hecho, se planta frente a los productores de la Fox y desarrolla el proyecto de tal forma que suelen permitirle concesiones narrativas poco frecuentes en la industria, aunque no todas: “Aceptaron una historia romántica entre una conserje muda y una criatura acuática, pero no aceptaron que la rodase en blanco y negro”, comentaba en la Mostra. Cierto es que la solvencia demostrada en proyectos anteriores le permite jugar con cierto margen en las negociaciones.
Del Toro tiene una compresión casi mística de las reglas del género y vive la temática fantástica con el amor de un apasionado por todas sus formas. Su capacidad para dotar de belleza a lo grotesco casi parece fruto de un pacto con el mismísimo Mefistófeles; ofrecer al gran público la complejidad artística de la retorcida imaginería que brota de su mente es una jugada arriesgada que, hasta ahora, siempre ha resultado ganadora, una jugada a la altura de aquellas que convirtieron al inventor de la ruleta, el "Mago de Monte Carlo", en sospechoso de haber negociado un trato similar. En ambos casos, el trabajo y el esfuerzo en comprender los mecanismos que se esconden tras algo aparentemente casual son los auténticos responsables.
Llama la atención la maestría con la que es capaz de presentar lo fantástico de tal forma que nuestra mente lo perciba como verosímil, de integrar lo abiertamente irreal en una ficción realista, con una capacidad para gestionar los pesos y tiempos de ambas sin que ninguna se resienta y dejando un conjunto dotado de una coherencia que se permite fusionar dos mundos sin romper ninguna de las reglas de ambos. Si en El espinazo del diablo, lo irreal irrumpía puntualmente en lo real, y en El laberinto del fauno, lo real se desdibujaba bajo el peso del desbordante imaginario fantástico, en La forma del agua se produce un equilibrio sorprendente entre ambos
En La forma del agua, se nos presentan “monstruos” que solo reciben este calificativo por el hecho de ser diferentes, y un villano, Strickland, encarnado por Michael Shannon, cuya monstruosa imposición de lo normal y lo moral sí resulta aterradora. El hombre-pez (Doug Jones) se presenta como una mezcla entre la criatura de la laguna negra y el Abe Sapien de Hellboy, lo cual es lógico, ya que este personaje también estaba interpretado por Doug Jones. Su relación con la conserje del laboratorio (Sally Hawkins), su vecino (Richard Jenkins) y su amiga (Octavia Spencer) y con el ya mencionado Strickland construye una historia que no huye del cuento de hadas para establecer una metáfora onírica sobre los cimientos de una historia de conflicto. Según Guillermo del Toro: “Muchos de nosotros tenemos prejuicios y los cuentos pueden servir como remedio cuando tocan nuestras emociones”. Su intención con La forma del agua, comentó, era buscar el impacto emocional a través de lo visual.
El siguiente paso para Guillermo del Toro y su película le llevará al Festival de Sitges, donde el pase de La forma del agua inaugurará el festival, como ya hizo El laberinto del fauno. Lejos queda ya el premio al mejor guión por Cronos, su ópera prima, que recibió en 1993. A pesar del paso del tiempo, la imaginación del cineasta mexicano se mantiene en muy buena forma.
Autor: Marcos P. Varela
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