MADRID, 10 Ene. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
En su última y celebrada película, '1917', Sam Mendes anula el noble arte del montaje y trampea de forma casi perfecta casi dos horas de intenso metraje para armar un, presuntamente, único plano secuencia. Un recurso con el que, dejando de lado el innegable alarde estilístico, el cineasta británico busca zambullir al respetable en cuerpo y alma en el barro y el pánico de las trincheras de la Gran Guerra. No es la primera vez que se hace, cierto. Pero pocas veces se ha hecho tan bien.
La historia, que Mendes maneja siempre con un propósito meramente vehicular y que nunca aspira a inclinar la eterna batalla entre forma y fondo a favor de este último -en este filme la opción estilística es la parte más esencial del mensaje- es la de una pareja de jóvenes soldados británicos (George MacKay y Dean-Charles Chapman) a los que les encomiendan una misión que se antoja no ya imposible, sino prácticamente suicida: cruzar las líneas enemigas en el norte de Francia para entregar un mensaje que evite caer en la trampa del enemigo. Un mensaje que salvará miles de vidas... incluyendo la de uno de los hermanos de los dos soldados.
Con las historias que su abuelo le contaba sobre la Primera Guerra Mundial como germen, Mendes ejecuta una prodigiosa hazaña técnica, potente y febril, que se erige, además de como eficaz herramienta para sentir en primera persona y en tiempo real la angustia bélica, esa desesperante sensación de que cualquier cosa -una rata o un avión caído, un enemigo o el indómito cauce de un río- pueden precipitar el final, también como reivindicación de la experiencia cinematográfica y de su liturgia. Una defensa necesaria, la del cine sin cortes y en pantalla grande, en estos tiempos en los que estar dos horas sin mirar el móvil parece que se ha convertido en una excentricidad.