MADRID, 16 Nov. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Muchos personajes moviéndose por muchos sitios -quien con magos se acuesta corre el riesgo de no saber dónde se levanta- y contando muchas cosas que -al parecer- son todas muy importantes para el futuro -pasado, en realidad- de este universo cinematográfico renombrado ahora bajo la etiqueta de Wizarding World. Esto es lo que, espectacular festín visual CGI mediante, proponen J.K. Rowling, creadora de la criatura, y David Yates, su brazo ejecutor en el set de rodaje, en Animales Fantásticos: Los Crímenes de Grindelwald la segunda, oscura, muy intensa y deslavazada entrega de la mágica saga de precuelas.
Un filme denso pero poco compacto que en sus más de horas de desarrollo acumula revelación tras revelación levantando una mole narrativa cada vez más inestable que, por suerte, encuentra dos providenciales asideros en los dos fichajes estrella de la franquicia: Jude Law, el Dumbledore soñado por el fandom que en sus pocas escenas derrocha carisma, guantes y misterio -el todavía futuro director de Howgarts siempre ha sido de esos que valen más por lo que callan-, y un Johnny Depp que da réplica a los no pocos 'potterheads' que durante meses pidieron -claro- su cabeza a Rowling tras las acusaciones de maltrato, enriqueciendo la saga con el que es su mejor papel de los últimos años.
Él encarna a un también perfecto Grindelwald de rostro níveo, negras intenciones y -algo sorpredente tratándose de Depp- contenidas maneras con las que, mientras siembra odios y resucita miedos, va sumando fieles a su abyecta causa. Lo hace blandiendo no su varita -que también- sino un discurso radical, excluyente y populista gracias al que bien podría postularse como jefe de campaña en la reelección de algún que otro mandatario de tez mucho más anaranjada, pero intenciones igualmente pérfidas, al que Rowling gusta trolear en Twitter.
Pero más allá de las dos figuras que están llamadas a ser los grandes antagonistas, líderes en la interminable batalla entre la luz y la oscuridad, de esta nueva franquicia -a la que todavía restan otras tres entregas- y de los evidentes ecos de actualidad, hay más cosas disfrutables en Los Crímenes de Grindelwald. Pero no todas están al acceso del público menos ducho en los menesteres mágicos.
Al común de los 'muggles' le será muy difícil seguir, ya no solo las constantes -y necesarias en un producto de esta naturaleza- referencias a la saga madre, sino también las enrevesadas, y en ocasiones muy caprichosas, ramificaciones de los intrincados árboles genealógicos de algunos de los linajes con más solera del 'Rowlingverso' y que son capitales en la trama de estos Crímenes de Grindelwald.
Especial alivio encontrarán -encontramos- en aquellos ratitos en los que la película se olvida de su oscura y omnipresente gravedad y libera a Newt, y con él al espíritu de su mucho más luminosa predecesora, para que corra tras sus fantásticas criaturas. Pasajes demasiado escasos en esta entrega que ni con el nuevo cambio de aires, de Nueva York pasamos ahora a París, consigue librarse de ese plomizo aroma a interminable prólogo que, hasta ahora, impregna toda la saga.