MADRID, 6 Oct. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Sin alcanzar el legendario vuelo del filme de culto que le precede -un estatus que, por mucho empeño y líneas que le pongamos, solo conceden los años-, Blade Runner 2049 es una gran película. Enorme. Un filme imponente en lo formal y muy apreciable en sus planteamientos de fondo. Pero además, y esto es -no nos engañemos- lo más importante al hablar de un tótem cinematográfico como el que ahora resucita de la mano de Denis Villeneuve, es una muy lógica continuación del clásico de Ridley Scott.
Coherencia que exhibe desde el punto de vista formal y también argumental. Ignorando totalmente las secuelas literarias perpetradas por K.W. Jeter, Blade Runner 2049 se recrea sin complejos en aquel ritmo plomizo que fue una de las señas más marcadas del clásico de 1982. Una cadencia hipnótica, acentuada por la potente y machacona partitura de Hans Zimmer, que, de cuando en cuando, se quiebra por el lado más brutal, con contundentes explosiones de violencia, o conmovedor, con secuencias que, aunque no llegan al nivel poético de su antecesora, sí están dotadas de una enorme carga emocional.
Y mientras la descorazonadora trama neo-noir avanza sin sucumbir a esa absurda necesidad de visitar muchos y nuevos lugares que se autoimponen la mayoría de secuelas, ese magnífico creador de atmósferas que es Villeneuve expande con calculada elegancia y absoluta coherencia los cánones estéticos y filosóficos que hace 35 años instauró Scott para ofrecer una nueva dimensión, la de este siglo, de la distópica megalópolis. Una ciudad que vuelve a presentarse ante nuestros ojos legendaria, caótica e inabarcable.
Allí, perdido en esas calles de neón que supuran la misma humeante melancolía y entre monolíticos rascacielos empapados por la incesante lluvia, un nuevo antihéroe vuelve a cumplir con su misión, con su deber. Y vuelve a preguntarse por el sentido de su existencia.
Porque es de eso, de la creación y del categórico golpe que supone la toma de conciencia del yo respecto al hacedor, de lo que realmente le gusta hablar a Ridley Scott en sus sombríos y místicos viajes sci-fi mientras nos distrae con replicantes y xenomorfos. Del alma, ese privilegio inherente a la naturaleza humana, pero que se abre paso entre androides soñadores... e incluso hologramas de andar por casa.