Cate Blanchett en Blue Jasmine - WARNER BROS.
MADRID, 15 Nov. (EUROPA PRESS - Israel Arias)
Woody Allen acude a su tradicional cita anual con la cartelera. En esta ocasión lo hace con Blue Jasmine bajo el brazo, una cinta protagonizada por una soberbia Cate Blanchett en la que el cineasta neoyorquino se sirve de la tragicomedia para ofrecer su particular visión de la crisis.
Después de culminar su periplo europeo, que en los últimos años le ha llevado por Francia, una visita que le valió un Oscar al mejor guión por la genial Midnight In Paris, e Italia, donde pinchó en hueso a pesar de que lanzaba sus pequeñas historias Desde Roma con amor, Allen regresa a su país natal para rodar un puñado de planos en su adorada Nueva York pero sobre todo en San Francisco.
Blue Jasmine es la primera vez que el premiado cineasta utiliza la ciudad californiana como telón de fondo desde su debut en la dirección en 1969 con Toma el dinero y corre. Allí, a San Francisco, llega Jasmine, una mujer de la alta sociedad neoyorquina que, arruinada por las ilegales correrías financieras de su esposo -un tiburon de Wall Street interpretado por Alec Baldwin- se ve obligada a dejar su gran vida en la Gran Manzana.
Esta exiliada forzosa busca refugio en casa de su hermana, Ginger (la siempre luminosa Sally Hawkins) una humilde trabajadora madre de dos hijos con la que no tiene nada en común. Ni siquiera se parecen físciamente, ambas son adoptadas. Apoyada en una botella vodka y las pastillas, Jasmine intentará reinventarse y encontrar su lugar en el nuevo mundo al que se ha visto condenada por los tropelías de su príncipe azul.
EL ALLEN MÁS TRISTE
Aunque la vista de tragicomedia ligera y la plague de sus -adorables para algunos, cansinos para otros- tics, Blue Jasmine es lo más pesimista, triste y desesperanzador que Allen ha escrito en mucho tiempo.
El cineasta dibuja su peculiar visión del final del cuento de hadas capitalista que personifica y carga sobre los hombros de Cate Blanchett. La ganadora de un Oscar por El Aviador acepta el envite con su elegancia habitual y supera el examen con nota.
Entregada en cuerpo y alma a la última y triste fábula de Allen, la australiana remueve, conmueve e incluso consigue arrancarnos alguna sonrisa con su retrato de la antaño señora de Manhattan convertida ahora en una pija desquiciada. Una mujer superada por sus miserias que es firme candidata a ser nombrada como la cigarrona mejor vestida de la Costa Oeste. Simplemente magnífica.
A través de ella, de sus desgracias y de quienes la rodean, y sirviéndose de un gran guión -con algunas líneas de diálogo realmente brillantes- y un atinado montaje, Allen pone sobre la mesa algunos de los aspectos más lúgubres de nuestra propia naturaleza: esa capacidad que tenemos para conformarnos, para autoconvencernos de que lo nuestro, lo que tenemos y lo que nos ocurre, es lo mejor para nosotros.
Y si logramos dejar atrás esa autocomplacencia y la cómoda resignación da paso al propósito de enmienda, Allen vuelve a golpearnos, ahora a cuenta de nuestra frágil voluntad y la incapacidad para perseverar en nuestra adaptación y reinventarnos.
Aunque los adictos a la melancolía y pesimistas de vocación lo tilden de realista, el mensaje que destila Blue Jasmine es amargo y desesperanzador: Cuando las luces de la fiesta se apagan, cuando caemos en el pozo de la desgracia, puede que no haya salida, así que más nos vale resignarnos o perderemos la cabeza. Esta es la condena de la pobre y triste Jasmine. Un fracaso que bien puede valer un Oscar.