MADRID, 16 Feb. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Guillermo Del Toro depura su propia fórmula para ofrecer su largometraje más redondo en La forma del agua. Una fábula sombría y de marcado acento romántico en la que el mexicano se mueve de nuevo entre lo cotidiano y lo sobrenatural, entre lo sórdido y lo poético, con naturalidad y monstruosa elegancia.
Precisamente de monstruos y de miedos (íntimos y globales, cotidianos y sobrenaturales) y, sobre todo, de quienes tienen el valor de elevarse por encima de ellos versa esta historia que Del Toro vuelve a ubicar en un período convulso, los años más tensos de la Guerra Fría, y que, también de nuevo, está protagonizada por dos insólitos inadaptados: una limpiadora muda -inocente, luminosa y descomunal Sally Hawkins- y un humanoide anfibio interpretado por Doug Jones, el 'monstruo' habitual en el cine del mexicano.
Ellos son los dos improbables protagonistas de una aventura aún más improbable que se mece y se agita al ritmo que marca el poderoso vínculo que, sin palabras, criatura y risueña muda trenzan cuando el temor a lo desconocido deja paso a la apasionada curiosidad por lo nuevo.
Una preciosa conexión -que Del Toro lleva al plano físico en una poderosísima e imaginativa secuencia- que, incluso en las circunstancias más adversas, merece la pena proteger. Un tesoro por el que dos almas solitarias y acorraladas están dispuestas a plantar cara a los verdaderos monstruos. Muchos de ellos -la intolerancia, el machismo, la soberbia, el racismo, la cerrazón...- viven dentro del personaje de Michael Shannon, tan entregado y solvente como siempre en la muchas veces desagradecida labor de poner rostro a males enquistados en nuestro mundo desde siempre.
La mágica y luminosa música del maestro Alexander Desplat, que pone el contrapunto perfecto a la impecable y sombría fotografía de Dan Laustsen, y un minucioso diseño de producción hacen el resto en un filme en el que Del Toro fluye con precisión e imaginación hasta convertir La forma del agua en un turbulento, sugerente y subversivo cuento de hadas en el que destila -y no precisamente con cuentagotas, sino a chorros- su mejor cine.