MADRID, 18 Ene. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Glass (Cristal) no es una película más de M. Night Shyamalan. Es el filme con el que el director de El sexto sentido culmina una trilogía que inició hace casi dos décadas con El protegido, pero que hasta los últimos 30 segundos de su trabajo anterior, Múltiple, solo él, tan cuco como siempre, sabía que existía. Título con el que pone punto final a un heterodoxo tríptico en el que deconstruye un género al que se adelantó hace más de 19 años. Y mientras teoriza sobre los superhéroes con ese mismo halo de melancolía que hizo de aquel filme de 1999 algo excepcional, Shyamalan enarbola la bandera de su patria fílmica, de esa forma tan suya de hacer y, sobre todo, de entender el cine.
Bruce Willis (David Dunn, el hombre indestructible conocido como El Protegido o ahora como El Protector), James McAvoy (Kevin Wendell Crumb, el joven que alberga 24 diferentes personalidades cuya perversa alianza se hace llamar La Horda) y Samuel L. Jackson (Elijah Price, el hombre de cristal, alias Mr. Glass) son los tres pilares de un filme que, como suele ocurrir con demasiada frecuencia en el más reciente cine de Shyamalan, es más interesante por los conceptos que lanza -y lo que en este caso suponen en el conjunto de la trilogía- que por lo que narra y por cómo lo narra.
Y es que, como película independiente, y a pesar de su vigoroso arranque, sus primerísimos planos y sus melancólicas concesiones autorreferenciales, Glass es la más imperfecta y formalmente menos atractiva de las tres patas del banco superheroico de Shyamalan. Altibajos que se dejan notar bastante en su primera hora y media pero que no impiden que las líneas esenciales de su trama tracen el camino hacia una satisfactoria y reivindicativa resolución para su ensayo comiquero de tres vuelcos.
El de Glass es un remate arriesgado -aunque quizás no tan inesperado como acostumbra Shyamalan en sus trucos finales- y extremadamente poderoso a la hora de subrayar su alegato: en un mundo anodino y monótono, empeñado en erradicar la originalidad y perseguir todo lo que se sale de lo normal, Shyamalan ensalza no solo lo insólito, sino también a quienes creen en lo anormal.
"Todo lo extraordinario se puede rebatir, pero eso no implica que deje de ser real", afirma Shyamalan por boca de su gran personaje para responder a quienes tachan a sus superhéroes y supervillanos de ser solo presos de patológicos delirios de grandeza, precisamente una de las acusaciones que más frecuentemente ha confrontado su cine.
Y es que Glass es, sobre todo, una defensa de su amor por lo inverosímil a través del elogio del superpoder que tienen aquellos que miran hacia lo increíble y lo desconocido con la mente abierta y el entusiasmo inconformista de un niño de nueve años. Una fe en lo extraordinario que contrapone a esas fuerzas oscuras que buscan a toda costa mantener a la humanidad -dentro o fuera del patio de butacas- estancada en la dócil, cómoda y gris mediocridad.
Este mensaje, 'sobreexplicado' casi hasta el cansancio en Glass, es el que, como revelación para nuevos creyentes y recordatorio para viejos acólitos, se empeña Shyamalan en dejar como gran y casi única lección de su atildada y didáctica trilogía. Una teoría del cómic y los superhéroes servida en tres tomos en movimiento que él mismo, a través de su demiurgo en pantalla, define como "una historia de orígenes"... aunque veinte años después todo suene a necesaria despedida.