MADRID, 7 Nov. (EUROPA PRESS - Israel Arias)
En una de las primeras secuencias de Interstellar Matthew McConaughey le dice a su suegro: "Antes mirábamos hacia el cielo y nos peguntábamos cuál sería nuestro lugar en las estrellas, ahora miramos hacia abajo angustiados por cuál será nuestro lugar entre el polvo". Precisamente así, como antes, mirando hacia arriba de forma entusiasta y también algo pretenciosa, es como entiende el cine Christopher Nolan. Y el paradigma de esta manera de concebir y de hacer cine es Interstellar, su novena película que es, para bien y para mal, la criatura más ambiciosa y grandiosa de su notable filmografía.
Un futuro preapocalíptico tan desesperanzador como plausible. Una humanidad que, enrocada en sus siglos de rutina, se autocondena a su desaparición. Un reducto de mentes brillantes que no se resigna a aceptar que este es el final. Un padre que, como casi todos, ama a sus hijos hasta el punto de hacer lo que sea necesario para ofrecerles la remota posibilidad de un futuro. Y un buen puñado de densas y enrevesadas teorías sobre el cosmos, los agujeros negros, la física gravitacional y los viajes en el tiempo que se presentan como la única vía de escape.
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Estos son los pilares sobre los que Christopher Nolan y su hermano Jonathan arman ese mastodonte cinematográfico que es Interstellar. Casi tres horas de ciencia ficción que evocan el espíritu de las más grandes joyas del género desde 2001: Odisea del espacio (1968) de Kubrick hasta la inmersiva y terriblemente bella Gravity de Alfonso Cuarón (2013) pasando por títulos emblemáticos como Encuentros en la tercera fase de Spielberg (1977), Elegidos para la gloria de Kaufman (1983), Contact de Zemeckis (1997) o Sunshine de Boyle (2007).
Pero si ampliamos el foco y abandonamos la ciencia ficción, puede que el recuerdo más inmediato que salte a nuestra mente sea el de El árbol de la vida de Terrence Malick (2011). Un título con el cual Interstellar comparte, amén de la magnética presencia de Jessica Chastain, su obsesión por las relaciones partenofiliares y sus grandes dosis de impostada grandilocuencia.
Impostada porque el planteamiento apocalíptico, las espesas diatribas astronómicas, los majestuosos planos del universo, la grave (otra vez) partitura de Zimmer, o las inacabables ecuaciones no son más que las 'benditas' trampas de Nolan, el señuelo necesario para captar nuestra atención y encerrarla en su jaula dorada.
EL VERDADERO MOTOR DE INTERSTELLAR
Cuando consigue poner nuestros ojos como platos, cuando logra que nos estrujemos las meninges pensando el agujeros de gusano y anomalías gravitacionales, cuando el nivel de épica y heroicidad se dispara, cuando sentados en la butaca se acelera nuestra respiración y se nos eriza la piel, ahí es cuando -con toda la pompa que hace de esta película un gigantesco espectáculo cinematográfico y no un arduo tratado de cosmología- Interstellar se ocupa de sentimientos básicos e universales.
El monólogo en el que Anne Hathaway defiende el amor como la única fuerza a nuestro alcance capaz de adentrarse en la cuarta dimensión ilustra a la perfección cuál es el verdadero motor de Intestellar. Un viaje emocional y emocionante, con un inmenso Matthew McConaughey, de la mano de un director que en su constante búsqueda de intensidad avanza siempre hacia el más difícil todavía sin saber cuándo dejar de expandir su criatura, cómo y cuándo cerrar el círculo. Nolan no sabe parar. Es, en todo caso, pecado más tolerable de quien hace cine mirando a las estrellas... y leyendo a Dylan Thomas.