MADRID, 26 Jul. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Con Midsommar Ari Aster reafirma la pasión por el terror como ritual desintegrador y por las estampas tan hipnóticas como inquietantes que ya exhibiera en su opera prima, la notable Hereditary. En su segundo largometraje, la culpa y la pérdida son de nuevo motor y eje dramático fundamental de un angustioso relato ambientado en las noches blancas de un remoto pueblecito de Suecia durante las celebraciones del solsticio de verano, una de las fiestas más importantes dentro del folklore nórdico.
Aster vuelve también a firmar en solitario el guión de un filme en el que convierte la ancestral, alegre e inocente celebración en una pesadilla desquiciada. Una mutación que consigue, y puede que este sea el mayor logro de Midsommar, sea extremadamente turbadora a pesar de ejecutarla en un entorno idílico y, a diferencia de su tenebroso y más logrado debut, a plena luz del día.
Y es que la de Midsommar es la fábula macabra de un grupo de jóvenes universitarios estadounidenses, entre ellos una pareja con una relación sentenciada tras verse marcada por una terrible tragedia, que viaja hasta remotas tierras suecas durante esos días en los que, como en buena parte del norte de Europa, solo hay dos horas de oscuridad para, coartada académica mediante, zamullirse de lleno en los singulares usos y costumbres del lugar.
Las verdes praderas, las canciones, las danzas y las diademas de flores dan paso -lentamente y muy a sorbitos, que lo único que a Aster le gusta más que generar mal rollo es recrearse en cada plano- a los psicotrópicos, la brujería y a extraños, cuando no sangrientos, ritos. Así, siempre insinuando y solo algunas veces mostrando con crudeza y con una pareja en crisis latente y permanente -excelente de nuevo Florence Pugh- como vehículo principal, Aster va tejiendo el angustioso relato de este descenso a los luminosos infiernos de la locura pagana dotado de una atmósfera densa, irrespirable y tóxica y sobre el que siempre planea la amenaza del zarpazo de un terror brutal y tribal. Un terror que, como la noche en esa demencial comuna, nunca acaba de romper del todo.