MADRID, 29 May. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Aunque como toda biografía bendecida por su protagonista -o por sus herederos- es bienintencionada y amable con la figura del artista, quizá lo que más llama la atención de Rocketman, el biopic musical de Elton John producido por el propio músico y dirigido por Dexter Fletcher, son aquellos momentos en los que su relato se encabrita y da más coces de las que cabría esperar en un producto con tan marcado membrete 'oficialista'.
Y no es que Rocketman se corte a la hora de ensalzar con vehemencia la figura de Elton John: haciendo bueno su título, lo eleva como absoluto portento musical a niveles propios de genios precoces, incomprendidos y atormentados como Mozart. Pero además de enjabonar y dar conveniente brillo a la estrella, el filme de Fletcher tampoco le hace ascos a su cara más sucia, decadente y vulnerable. El oscuro reflejo proyectado desde la perspectiva del propio artista, un hombre que siempre se sintió solo y cuyo mayor miedo, tal y como se encarga de subrayar este biopic en varias ocasiones, era no sentir nunca verdadero amor.
No lo encontró en su infancia, fue un niño -o al menos así se sintió- desamparado en su diferencia, ni tampoco cuando arrancó la gran fiesta y los buitres adosados al éxito comenzaron a revolotear a su alrededor hasta que no solo se metieron dentro de su cama, sino que anidaron en su ansioso corazón. Ese amor puro que buscaba casi con desesperación no lo conoció, asegura en esta autobiografía hecha película, hasta que sentó la cabeza.
Es aquel azaroso periplo anterior, su desafectada infancia, su meteórico ascenso y su sonora caída en un interminable rosario de adicciones, del que se ocupa -a través de prolongados flashbacks- el guión que firma Lee Hall y en el que Reginald Dwight aprovecha su viaje en cohete a las carteleras de medio mundo para cobrarse cumplida venganza y saldar cuentas pendientes señalando, sin paños calientes, culpables e inocentes en su carrera hacia el Olimpo del pop.
No es casualidad, por tanto, que la relación mejor dibujada de toda la película sea el único asidero al que pudo agarrarse cuando todo se hundía: la hermosa y cómplice amistad que aún a día de hoy le une a Bernie Taupin, el autor de las letras de casi todos sus 'hits' encarnado por un conmovedor Jaime Bell. Su impecable interpretación luce sin eclipsar un ápice al verdadero astro de la desmelenada función: Taron Egerton.
Es hora de empezar a tomar muy en serio a este actor que ya demostró no estar falto de carisma en Kingsman ni de simpatía en Eddie el Águila. Aquí, en el trance más exigente de su carrera hasta la fecha, derrocha energía, emoción y voz para superar sin dificultad su evidente distancia física con Reginald Kenneth Dwight y llenar la pantalla con un Elton John que resulta absolutamente creíble tanto en los momentos más íntimos como en esos explosivos pasajes en los que, sin escatimar en lentejuelas, plumas y brillantina, Rocketman se convierte en una celebración desacomplejada, vibrante y excesiva de la música del divo.
Éxtasis musicales en los que fantasía y realidad se confunden deliberadamente para llevar la narración a otro plano pero que, y aquí es donde el filme exhibe su naturaleza de musical puro y duro, no la detienen. Y, en las inevitables comparaciones con Bohemian Rhapsody, quizá sea esta casi perfecta integración de los temas de Elton John en el relato el gran triunfo de este Rocketman, incluso por delante de su falta de empeño en aquello que más se le afeó a la película de Queen: su afán por dulcificar la historia de Freddie Mercury soslayando asuntos tan escabrosos para las majors como el sexo y las drogas. Ambos elementos no solo están presentes en Rocketman, sino que además son parte importante en un filme que es a la vez un chispeante espectáculo de mucha altura... y un exorcismo de mil demonios.