MADRID, 24 May. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Con la máxima 'Una vez al año... no hace daño' como coartada, Disney sigue su imparable expansión de Star Wars con Han Solo, el segundo filme independiente de las trilogías y con el que amplía el universo cinematográfico de la franquicia galáctica. Una película cumplidora como entretenido y prescindible corolario de la saga de las sagas y que reina en el terreno de los 'podrías'.
A saber: No es que Han Solo no sea divertida, es que es mucho menos canalla de lo que podría haber sido. No es que Han Solo no sea espectacular, es que es mucho menos impactante de lo que podría haber sido. No es que Han Solo no sea arriesgada, es que... bueno, en este particular no hay vuelta de hoja. Han Solo es un filme que no arriesga en absoluto. De eso ya se aseguró Kathleen Kennedy, brazo ejecutor en cuestiones galácticas de los dictados del Imperio del Ratón Mickey, al mandar a casa en mitad del rodaje a Chris Miller y Phil Lord (La LEGO Película) y encargar la faena a un dócil veterano como Ron Howard.
El director de El código Da Vinci, y sus secuelas, pone una vez más el piloto automático sin saber encontrar -puede que en su rutinaria mecánica ni siquiera lo busque- una voz y espacio propios dentro de la saga, algo que sí logró Rogue One. Pero este segundo spin-off tiene, además, otro gran problema: Antes de que llegue la mitad del segundo acto -con la secuencia de acción más potente de la película- quien más y quien menos ya tiene claro que, a pesar de dar nombre a la aventura, Han es de lo menos interesante que aparece en Solo. Y achacarlo todo a la falta de carisma de Alden Ehrenreich, totalmente desarmado en la por otro lado inevitable comparación con el Harrison Ford de la trilogía original, sería algo tan injusto como fácil.
Es cierto. El nuevo Han no mola ni la mitad de la mitad que el tipo aquel al que conocimos disparando primero en la cantina de Mos Eisley. Pero... es que Harrison Ford solo hay uno y las 'circunstancias' tampoco juegan totalmente en favor de Ehrenreich. Es más, la cadencia en la que se mueve el filme convierte la peripecia galáctica llamada a transformar al joven corelliano en ese cínico contrabandista vividor en un lance ameno, pero prácticamente intrascendente. Y eso a pesar de que el guión se esfuerza en incluir, a veces con calzador, algunos de los momentos que forjaron el mito del piloto más rápido del Borde Exterior y leyenda en la lucha contra el Imperio -dados, blaster, Corredor de Kessel y, efectivamente y sí, Halcón Milenario-, y de que la película cuenta en su haber con un puñado de hallazgos notables.
Hallazgos que atesora en forma de nuevos personajes o reformulación de algunos viejos conocidos. Mención especial en esta última suerte merece un Lando Calrissian con el que Donald Glover -un tipo de esos que sí molan- parece haberse ganado ya su propia aventura en solitario, y su droide revolucionaria. Ella, con sus proclamas subversivas y sus agudas explicaciones sobre las bondades de la pansexualidad en el espacio, pone la única dosis de pimienta en un filme innecesario pero disfrutable. Otra película de Star Wars que, si bien está lejos del batacazo que auguraba su accidentada producción, exige a los fans un ejercicio de conformismo galáctico.