MADRID, 21 Jun. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Hace nueve años Pixar estrenaba la magnífica Toy Story 3 con la que cerraba, de forma sobresaliente y presuntamente definitiva, la franquicia con la que todo empezó, la saga que cambió para siempre el cine de animación. El Padrino de Pixar, El señor de los Anillos del cine de animación. Trilogía soberbia... y chimpún. Pero no.
Así que, cuando hace ya un lustro la factoría confirmó que un cuarto largometraje de Woody, Buzz y compañía estaba en camino, los cuchillos comenzaron a afilarse. Muchos presagiaban una sonora decepción y, después de los primeros tráileres, no eran pocos los que auguraban una catástrofe total y absoluta: La profanación del tótem sagrado de la animación digital en nombre del dólar y la 'secuelitis' que asola Hollywood era inminente y, claro está, inevitable.
Pero, a la vista de la brillante película dirigida por el debutante Josh Cooley, aquel temor, compresible pero como casi siempre en estos casos desmedido, era totalmente innecesario, con Toy Story 4 Pixar vuelve a rozar la perfección. Sí, otra vez.
El ciclo de la al parecer inagotable excelencia de esta saga vuelve a repetirse y, tras otra década en barbecho y ya sin John Lasseter a los mandos de todo, los síntomas de desgaste son inapreciables en Toy Story. La emoción, el humor y la magia lucen intactos en una cuarta entrega de nuevo técnicamente impecable y que, sin necesidad de grandes arrebatos -la agitación no es 'marca Disney'- renuncia a hacer del término resurrección sinónimo ni reinvención ni de pura imitación para abrazar una orgánica y eficaz evolución que vuelve a reactivar los tradicionales engranajes de la saga, pero en la que es otro el combustible emocional que los mueve.
Después de que Woody se enfrentara a su mayor drama, la inutilidad del puñado de juguetes a su cargo en manos de quien ha dejado de ser un niño, lo que le quedaba ya a Toy Story era una huida hacia adelante, hacia su autoconsciente liberación. Y allá que va.
Un viaje arriesgado que ya se deja sentir en la nueva dinámica de juego que impone Bonnie, la niña que heredó los juguetes de Andy, y en la encrucijada existencial de Forky, el juguete que no quiere serlo... porque en realidad sabe que no lo es, y que da su gran salto de la mano de Bo Peep. Tras varios años en el mundo exterior, la pastorcilla de porcelana regresa convertida en una osada aventurera callejera y gran abanderada de la 'independencia jugetil'. El "No tengo dueño, no soy tu esclava, un poco tuya, y de todo el mundo" que entona la Emperatriz Furiosa Bo choca frontalmente con el dócil y cómodo sentimiento de pertenencia que domina todas las decisiones, anhelos y frustraciones del siempre leal, del siempre responsable Woody.
Ser de alguien... o por fin ser solo él. Es el gran dilema, o la gran oportunidad, que al vaquero le ofrece esta nueva forma de ver el mundo y que, como es menester, llega acompañada de nuevos personajes que logran llenar el vacío que deja el poco peso que en esta trama tiene la vieja pandilla. Y de todos ellos, los únicos capaces de aguantar la comparación con aquellos geniales Barbie y Ken de Toy Story 3, son el traumatizado motorista Duke Caboom y los demenciales Ducky y Bunny, dos peluches de feria sin ningún tipo de filtro. Los nuevos robaescenas de Pixar son, también, magníficos.
No hay que desdeñar lo que 25 años después sigue consiguiendo Toy Story. Para ponderarlo en su justa medida solo hay que recordar la evolución que tuvieron otras sagas de animación digital como Shrek, Ice Age o la propia Cars o incluso el amargo poso de insatisfacción, endulzado al mirar las cifras de la taquilla, que deja la propia Disney con la mayoría de los remakes de sus clásicos de animación. Así que, aunque sea tremendamente impopular, hay que reconocer que si hacen una como esta cada diez años... lo de las secuelas tampoco está tan mal, ¿no?