MADRID, 12 Ene. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
"La derrota no es una opción y no hay excusas". Así aullaba a mediados de los 90 un insigne tema del mejor grupo de rock que ha visto este país. Con la misma rocosa obstinación, pero cero postureo glam, Mildred reclama, en mayúsculas y sobre el fondo rojo de tres vallas publicitarias colocadas en mitad de ninguna parte, justicia. Justicia para Angela, su hija violada y brutalmente asesinada por un desalmado que, siete meses después, e ineptitud policial mediante, todavía es un fantasma.
Pero ella no le tiene miedo ni a los fantasmas, ni a los recuerdos, ni al dentista, ni al dolor, ni a los matones con o sin placa... ni siquiera teme al qué dirán. Ella, una memorable Francis McDormand, es otra infeliz, pero con algo por lo que luchar, en un pueblo cuya fotografía acompaña en el diccionario de expresiones manidas a la definición de 'América profunda'.
Un submundo de paletos racistas y perdedores con los bolsillos rebosantes de sueños rotos al que esta vez Martin McDonagh se acerca con ojos de mujer y en el que, armado con un sobresaliente guión defendido por un reparto en un estado de gracia generalizado, el cineasta irlandés obra al fin el milagro que ya buscó en la apreciable Siete psicópatas y la más redonda Escondidos en Brujas: el equilibro casi perfecto entre lo trágico y lo cómico mientras convierte en héroes a los miserables.