MADRID 17 May. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Tras abrir el Festival de Cannes a bombo y platillo, llega a los cines El gran Gatsby, la excesiva y estridente adaptación de la célebre novela de F. Scott Fitzgerald que firma Baz Luhrmann y protagoniza Leonardo DiCaprio.
Un lustro después de aburrir a los canguros con Australia, el responsable de Moulin Rouge o El amor está en el aire vuelve a la carga para dejar su particular impronta a costa de otro clásico de la literatura universal. Y lo hace de nuevo valiéndose de DiCaprio, escudado en quien ya perpetró una discutible revisión de Romeo y Julieta de William Shakespeare.
Corría el año 1996 y por aquel entonces Don Leonardo era sólo Leo, un joven y prometedor interprete al que meses después el boom de Titanic convertiría en el ídolo cuyo rostro forraba las carpetas de las adolescentes. Ahora DiCaprio es un refutado, eficaz y por momentos deslumbrante actor, pero ni eso salva del naufragio a la nueva criatura del cineasta australiano.
En El gran Gatsby nos metemos en la piel -y en la trastornada cabeza- de Nick Carraway, un aspirante a escritor desencantado que viaja hasta Nueva York para hacer fortuna aprovechando la fiebre de Wall Street. Son los prósperos años veinte, la época que precedió a la Gran Depresión -la otra Gran Depresión, la antigua para ser más exactos- en la que a ritmo de jazz los dólares y el champange corren por doquier en la Gran Manzana.
Nick se instala en una pequeña y destartalada casucha en el East Egg de Long Island. Frente a su modesta vivienda, al otro lado de la bahía, se alza la grandiosa casa de Los Buchanan. Allí vive su bella prima Daisy y su esposo, Tom, un viejo amigo de la universidad, famoso exjugador de Polo, adinerado y de maneras y discurso "cromañónico". En resumen: EL HOMBRE (en el sentido más peyorativo de la palabra. Y de las mayúsculas).
Pero la verdadera atracción, el espécimen más excepcional de la fauna local, no está frente a la puerta de Nick, sino al lado. A pocos metros de su casa se alza un fastuoso castillo en el que vive Jay Gatsby, un misterioso multimillonario que cada fin de semana celebra en su mansión las fiestas más multitudinarias, lujosas y desenfrenadas de todo Nueva York.
Durante uno de estos exuberantes guateques, Nick conocerá -y no por casualidad- a su célebre y poderoso vecino. Será entonces cuando comenzará desentrañar lo que esconde tras su elegante fachada un hombre deslumbrante, pero también lleno de sombras.
EL DÍA EN QUE EL POP MATÓ A GATSBY
Esta es -a grandes y gruesos trazos- la historia, la que escribió Fitzgerald y se convirtió, dicen, en una de las obras de referencia de la literatura estadounidense del pasado siglo. Una obra marcada por el romance, el desengaño, la tragedia y un omnipresente cinismo que, con la coartada del 3D de su parte, Luhrmann sacrifica en favor de una artificial y artificiosa bacanal cinematográfica.
Repitiendo con descaro las fórmulas de Moulin Rouge, los excesos visuales del director se van sucediendo al ritmo de la estridente banda sonora elegida junto a Jay-Z. Así, los temas de Lana del Rey, Beyoncé, Gotye, The xx, Fergie o del propio Jay-Z, van retumbando uno tras otro en un continente hueco para armar el mastodóntico videoclip que es la primera hora de película.
En el buffet libre de sensaciones visuales y musicales que Luhrmann sirve con prefabricada elegancia, no queda casi espacio para los sentimientos y reflexiones que dan sustancia a la elitista tragedia romántica de Fitzgerald.
Da la sensación de que la trama elegida es simplemente el vehículo del despilfarro, la excusa del director para filmar fiestas llenas de música luces, licor, plumas y lentejuelas. En el Gatsby de Luhrmann sus personajes y sensaciones se ven relegados a un segundo plano, y cuando quien saltar a la pista... el baile ya casi ha terminado.
Y eso a pesar del correcto trabajo de su elenco en el que un enérgico DiCaprio se esfuerza por intentar trasladar al espectador los tormentos y traumas de su personaje entre tanta estridencia y fuegos de artificio. Bastante aseada es también la interpretación de Tobey Maguire (el pagafantas oficial de Hollywood) como el narrador Nick y de Joel Edgerton como el hipervaronil e irracional Ton Buchanan.
Más fríos nos deja el trabajo de una distante y demasiado etérea Carey Mulligan como Daisy. Está preciosa, muy bien envuelta, pero ni remueve... ni siquiera conmueve. Es el mejor ejemplo para resumir el diagnostico de esta lujosa, heterodoxa, desmedida y vacía adaptación de El gran Gatsby.