Publicado 30/06/2021 10:09

"Etiopía, ¡cuánto dolor!". Por Manos Unidas

Archivo - Desplazados internos alojados en una escuela secundaria de Mekelle, en Tigray
Archivo - Desplazados internos alojados en una escuela secundaria de Mekelle, en Tigray - OIM ETIOPÍA - Archivo

   Cuando están a punto de cumplirse ocho meses desde que el pasado 4 de noviembre estallara la guerra en el Tigray, la agreste región del norte de Etiopía fronteriza con Eritrea, el primer ministro del país africano, Abyi Ahmed, ha decretado un alto el fuego, que, según el comunicado gubernamental, durará hasta septiembre, cuando finalice el periodo de cosecha.

   El alto el fuego ha sido acogido con suspicacia en el Tigray donde, desde hace ocho meses, impera el terror, acompañado y acrecentado por un apagón informativo que impide saber lo que realmente está sucediendo en este apartado rincón del mundo. Tras ocho meses de conflicto y de silencio internacional, apenas roto por alguna noticia que habla de violencia, de hambre y de desplazados, la atención mediática volvió el lunes, nada más conocerse la noticia, a las calles de Mekelle, la capital del Tigray. Allí, explican nuestras fuentes, las escenas de emoción y alegría tenían más que ver con la sensación de victoria de uno de los grupos contendientes, el Frente de Liberación Popular del Tigray (TPLF), que con el anuncio del Gobierno federal.

   No es fácil explicar lo que está ocurriendo en Etiopía, el segundo país más poblado de África, en el que, durante años, el descontento social y los enfrentamientos étnicos han crecido a la par de su alabada expansión económica. El enconamiento de los grupos armados contendientes --el ejército federal, apoyado por militares de la vecina Eritrea, y los rebeldes del TPLF-- han llevado a la población civil a padecer actos de crueldad inusitada que demuestra el poco valor que algunas personas dan a la vida humana en ciertos lugares de la tierra. Más de un millón y medio de tigriñas han huido a países vecinos o a lugares más seguros. Otros han visto como la violencia --guiada por un odio inexplicable--destruía todo lo que encontraba a su paso y, otros muchos, se han dejado la vida en un conflicto para el que, a pesar de las ultimas noticias, no se vislumbra un final cercano.

   Sí sabemos --porque así nos lo han contado los organismos internacionales y los escasísimos medios de comunicación que han podido hacerse eco del conflicto-- que, desde hace más de un año, los niños del Tigray etíope no asisten a la escuela, que las mujeres y las niñas llevan meses viviendo con miedo a ser utilizadas como arma de guerra, que la infraestructura sanitaria y educativa ha sufrido tales daños que ha quedado prácticamente inutilizable y que, si no se respeta el alto el fuego, este otoño no habrá cosecha en la mayor parte de las comunidades rurales. Los precios no cesan de subir y un gran porcentaje de jóvenes se ha unido a los bandos contendientes, en la creencia de que la guerra es la única solución a la pobreza y a la falta de oportunidades.

   Y sabemos, también, que ha vuelto el hambre... Sobre un gran porcentaje de los cinco millones de habitantes del Tigray se cierne la amenaza de una nueva emergencia alimentaria como aquella que, en los años ochenta, dejó marcada para siempre a toda una generación de etíopes.

   En estos meses, los que trabajamos en cooperación hemos hablado poco de esta guerra "inexistente" por temor a que nuestro trabajo de años en el país se viera resentido. Pero en estos días nada puede impedirnos alzar la voz porque la violencia nos ha tocado muy de cerca. Tan de cerca que, tristemente, se ha llevado consigo las vidas de tres trabajadores humanitarios, volcados en socorrer a una población que asiste impotente a la barbarie provocada por un conflicto que pocos entienden. Un asesinato que va a dejar más solos y desprotegidos a millones de personas que solo quieren vivir en paz.

   Probablemente, en unos días, cuando pase el primer impacto, el silencio mediático volverá a relegar al olvido a un conflicto del que poco o nada se sabe. Y no se hablará más de la suerte de estos millones de personas hasta que las consecuencias del hambre y la enfermedad --si no se respeta el alto el fuego-- sean ya irreversibles. Todavía podemos impedir que la guerra en este rincón del mundo se convierta en un nuevo conflicto eterno que condicione la vida de millones de inocentes. En

   Manos Unidas, que sentimos como propio el dolor del pueblo de Etiopía al que hemos acompañado durante décadas, pedimos el fin definitivo de esta guerra sin sentido. Estamos a tiempo.

   Por Marta Carreño Guerra, del departamento de Comunicación de Manos Unidas.

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