Mujer africana - MANOS UNIDAS - Archivo
Lo estableció la ONU en 1981: el 21 de septiembre es el Día Internacional de la Paz. Hoy es un tema tan recurrente que parece manido, gastado..., pero no menos urgente.
Nos dicen que hay unos 40 conflictos bélicos en el mundo y que en ellos participan cerca de 300.000 niños soldado. Que los contendientes realizan bombardeos sobre la población civil y utilizan armas químicas, realizan ejecuciones extrajudiciales, mutilaciones, torturas, detenciones arbitrarias. Y que, como consecuencia de todo ello, el pasado año murieron o quedaron mutilados más de 12.000 niños en Afganistán, República Centroafricana, Somalia, Sudán del Sur, Siria, Yemen y otros muchos países.
Sabemos que en 2018 se gastaron en el mundo 1,63 billones de euros en armas, ejércitos, estructuras militares, investigación militar. Así lo afirma el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz. Con un gasto de 16.333 millones de euros, España ocupa el puesto 16 en un ranking coronado por Estados Unidos, China y Arabia Saudí.
También queremos recordar otros datos: según la ONU hay en el mundo 821 millones de hambrientos. Además, unos 1.200 millones de personas viven en pobreza extrema (con ingresos menores de 1,25 dólares diarios) y 2.600 millones en pobreza relativa (con ingresos menores a 2,00 dólares diarios). 1.500 millones de personas viven en casas sin las mínimas condiciones de habitabilidad, 663 millones sin acceso a agua potable y 2.400 millones carecen instalaciones sanitarias básicas.
Son cifras que revelan la creciente desigualdad en un mundo donde la mitad de la riqueza está concentrada en el 1% de los habitantes del planeta y las 85 mayores fortunas poseen tanta riqueza como la mitad más pobre de la humanidad (3.570 millones de seres humanos). Esta desigualdad no es fruto del azar sino de decisiones políticas que orientan la economía al servicio de la minoría más enriquecida y que, además, están destruyendo el planeta. En palabras del Papa, se trata de una 'economía que mata', o de un 'sistema social y económico injusto en su raíz'. Es la economía que conocemos y en la que vivimos, la que coloca el beneficio económico sobre la vida de las personas.
Detrás de los conflictos armados, del hambre, de la inequidad, del cambio climático hay causas sociales, económicas y políticas en estrecha relación con el sistema alimentario mundial, la producción de biocombustibles, el acaparamiento de tierras y de tecnología, el comercio internacional, la especulación con el precio de los alimentos... Son situaciones que no son compatibles con esa idea de que la paz no es solo la ausencia de guerra, sino que es fruto de la justicia. ¿Podremos tener un mundo pacífico si no resolvemos problemas como la pobreza, el hambre, el cambio climático, las desigualdades, la degradación del medio ambiente? ¿Podemos decir que son democráticos los gobiernos que garantizan el enriquecimiento ilimitado de grandes empresas transnacionales pero que no defienden de forma efectiva los derechos de sus ciudadanos a la vivienda y al empleo, a la salud y a la educación dignas?.
Ya son muchos los economistas que propugnan un rediseño del modelo de desarrollo, modificando los sistemas de producción y reconstruyendo el equilibrio y la armonía con la naturaleza, por encima de los intereses económicos y el ánimo de lucro. Es necesario cimentar una economía que ponga al ser humano en el centro y que se guíe por el bien común y la solidaridad. Es imprescindible transformar aquellas estructuras que lesionan los derechos socioeconómicos de las personas, sobre todo de los más vulnerables.
A los Estados les compete promover la justicia social para compensar las desigualdades provocadas por el mercado. Pero los ciudadanos, a través de las organizaciones de la sociedad civil -entre las que nos contamos las ONG-, debemos exigirles que realicen las transformaciones globales necesarias para que prevalezcan los derechos humanos, la equidad y la preservación de los ecosistemas sobre los beneficios de los inversionistas y la especulación financiera; y que hagan así posible la paz.
Por Waldo Fernández, del departamento de Estudios de Manos Unidas.