Aunque su formulación más conocida es la proclamada por la ONU el 10 de diciembre de 1948 en la 'Declaración Universal de Derechos Humanos', ya Ciro el Grande de Persia, en el siglo VI antes de Cristo, hizo algo similar tras liberar a los esclavos de Babilonia: establecer la igualdad entre razas y declarar que todas las personas tenían el derecho a escoger su propia religión.
Con el uso y el paso del tiempo, la noción de *derechos humanos* se ha visto afectada, no obstante, por una devaluación semántica que provoca que, para muchos, no deje de ser una expresión estereotipada sin mayor contenido, al igual que "estado de derecho" o "democracia", conceptos repetidos como mantras y que, en muchas ocasiones, son despojados de sentido y utilizados para justificar todo o nada.
Los expertos hablan de tres generaciones de derechos humanos. En la primera se sitúan los derechos fundamentales civiles y políticos, como el derecho a la vida, a la integridad física, a la igualdad ante la ley, a la libertad de pensamiento y expresión... En la segunda, los derechos económicos, sociales y culturales, como el derecho a la alimentación, la vivienda, el vestido, la salud, el trabajo, la educación, la cultura o la seguridad social. Y, en la tercera, los derechos colectivos: derechos de los pueblos a la paz, al desarrollo, a un medio ambiente sano, derechos de los pueblos indígenas...
La Declaración que conmemoramos en estos días no impide, sin embargo, que más de 100 estados y territorios en todo el mundo sigan violando la prohibición de la tortura, negando la libertad de expresión y religión, o la igualdad de derechos para hombres y mujeres. Algunos utilizan esas violaciones como arma política, lo mismo que utilizan los sistemas judiciales y los aparatos de seguridad para aplastar la disidencia. Los defensores y defensoras de los derechos humanos sufren con frecuencia la persecución y criminalización, y sus agresores gozan, por lo general, de
impunidad.
¿Qué ocurre con los derechos económicos y sociales? Organismos de la ONU advierten que cerca de 690 millones de personas en el mundo sufren hambre crónica, 746 millones sufren inseguridad alimentaria grave y 1.250 millones inseguridad alimentaria moderada. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo cuantifica las personas pobres en 1.300 millones, 566 millones de ellas en pobreza absoluta. Y 5,2 millones de niños menores de 5 años mueren cada año por causas fácilmente prevenibles y curables, según la Organización Mundial de la Salud.
Todo esto sucede mientras las ocho mayores fortunas posen la misma riqueza que la mitad más pobre de la población mundial (3.500 millones de personas); una inaceptable y bochornosa convivencia de la opulencia con la pobreza extrema, que tiene su raíz en la organización del sistema económico a nivel global. Es lo que el papa Francisco ha llamado la "economía que mata", pues coloca el beneficio privado sobre los derechos de las personas.
En cuanto a los derechos colectivos, ¿cómo hablar, por ejemplo, del derecho de los pueblos a la paz, cuando se registran en el mundo unos 40 conflictos bélicos en los que participan en torno a 300.000 niños soldado, en los que se bombardea a la población civil o en los que las ejecuciones extrajudiciales y las torturas son prácticas cotidianas? ¿Cuál es el grado de cumplimiento de los derechos de los pueblos indígenas -entre 370 y 430 millones de personas-, cuya condición sigue asociada a la explotación, discriminación y pobreza, y están excluidos de los procesos de toma de decisiones y del acceso a las instancias políticas y a la administración de la justicia?.
Vivimos en un mundo en el que el sistema alimentario privilegia a grandes empresas que derrochan recursos financieros y técnicos y se apoderan de millones de hectáreas de tierra para especular con ellas o para lucrar con su explotación, mientras 510 millones de pequeños productores en todo el mundo producen el 70% de los alimentos que consumimos y tienen acceso únicamente al 12 % de las tierras cultivables.
Si el respeto a los derechos humanos puede ser un termómetro para medir el grado de humanidad de nuestras sociedades, el resultado no parece muy alentador. Y ello tiene que ver con modelos de desarrollo y democracia que generan una creciente desigualdad. ¿Podemos calificar como democráticos a gobiernos que protegen el enriquecimiento ilimitado de grandes empresas transnacionales y no se preocupan por garantizar los derechos de sus ciudadanos a la alimentación, al empleo, al salario digno, a la educación, a la vivienda...? "El desarrollo, la seguridad y los derechos humanos van de la mano", dijo alguna vez Kofi Annan, el ex secretario general de la ONU. Poco se logrará en el disfrute de los derechos humanos (de todos los derechos humanos) si no transformamos los sistemas de producción en función del bien común y reconstruimos el equilibrio y la armonía con la naturaleza.
Para la celebración del Día de los Derechos Humanos de este año, la ONU ha adoptado el lema "Reconstruir para mejorar", en referencia a la pandemia de Covid-19, subrayando que solo alcanzaremos nuestros objetivos comunes si somos capaces de crear igualdad de oportunidades para todos y hacer frente a las desigualdades, la exclusión y la discriminación.
No es una tarea solo de los gobiernos. Las personas y las organizaciones de la sociedad civil --entre las que se incluyen las organizaciones no gubernamentales, las Iglesias, las asociaciones, los sindicatos...-- tenemos el compromiso de movilizarnos y de incidir políticamente para que las instancias de decisión asuman un compromiso
efectivo por la vigencia de los derechos humanos que, si no son de todos, seguirán siendo solo el privilegio de unos pocos.