Niña en el campo de refugiados Ruyigi en Burundi - BELÉN ÁLVARO (ENTRECULTURAS)
"Yo respondo al nombre de..." y habría dicho mi nombre seguido ordenadamente de mis apellidos. Hubiera, educadamente y en un francés atento, respondido a las siguientes preguntas propuestas: en qué curso escolar estaba y cuál era la materia que más me gustaba. Así habría respondido de haber sido una de las estudiantes en la escuela del campo de refugiados congoleños de Ruyigi o Muyinga, en el interior de Burundi.
De haber sido una de las alumnas que aquella mañana de junio había sido seleccionada junto a otros estudiantes para un encuentro con la representante de una organización española, Entreculturas, que llegaba para dar seguimiento a uno de sus proyectos, financiado por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) e implementado por el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS), a cuyo personal yo conocería bien porque pasaban mucho tiempo con nosotros, con los docentes y con otras personas dentro del campo.
De haber sido yo una de ellas, habría manifestado, como ellas y ellos hicieron, que gracias al apoyo recibido desde España, desde el 2019, las condiciones de mi escuela habían mejorado enormemente: que en las nuevas construcciones, ni el viento ni la lluvia interrumpían ya las clases al entrar por los huecos abiertos en los techos y paredes amenazando con derribar los muros de madera de las aulas.
Sabría, dado que una mañana en la que aún duraba la época seca que nos deja polvo en el pelo y la ropa cuando corremos, pusieron un cartel con símbolos y texto en la pared, cerca de la puerta de 8º, y habíamos preguntado al profesor, y lo leímos juntos y él nos informó. Quiero decir que sabría, como ellas y ellos expusieron, que ese dinero había permitido también que tuviéramos pupitres, material escolar, y hasta letrinas separadas para chicas y chicos; y se destinaba también a la formación de nuestros profesores y profesoras, e incluso para sensibilizar a nuestros padres sobre lo importante que es enviarnos a la escuela, y en especial, a nosotras, las niñas, porque algunas se quedan embarazadas y ya no regresan más. Y yo y muchas otras compañeras, habríamos recibido un "kit de higiene menstrual", y le habría explicado a la persona que llegó desde ese otro país que, como ya no sentía vergüenza al tener la menstruación, no me ausentaba de la escuela y podía continuar las lecciones, sobre todo, las de geografía y contabilidad que podrían ser las que más me gustaran.
De haber sido una de esas estudiantes, podría haber nacido en ese mismo lugar (el campo de refugiados de Ruyigi se estableció hace una década y el del Muyinga, dos) y habría expresado, como aquel grupo de alumnas y alumnos hizo, mi agradecimiento por todo lo que se había hecho por nuestra educación, pero habría manifestado también que aún nos hacen falta muchas cosas: aulas, libros, terrenos deportivos, material escolares, ordenadores que solo hemos visto dibujados en la pizarra donde el profesor pinta las teclas, y también apoyo psicosocial y emocional, y nos faltan los diplomas que llegan con retraso porque deben venir desde nuestro país de origen, la República Democrática del Congo, ya que estudiamos con el currículo escolar congolés, aunque nos han dicho que hay un proceso en curso con ACNUR para que podamos estudiar el mismo programa que se estudia en las escuelas de Burundi. Eso nos permitiría la integración en el sistema escolar burundés.
De haber sido una de esas estudiantes, sería refugiada. Habría, tal vez, llegado a la frontera con Burundi de la mano de mi madre y de mis cuatro hermanos y mi hermana, la más pequeña de los seis que aún iba a su espalda, sujeta por la misma tela que mi madre extendía sobre el suelo para que durmiésemos cuando el camino había sido demasiado largo y solo comíamos por la mañana. Habríamos dejado a mi padre en el pueblo, que desde hace unos años no era un lugar bueno para las niñas y niños, pero tampoco para los mayores, ni para nadie. Las noches en las que se respiraba el miedo, mis padres nos metían a los seis debajo de unas mantas en un rincón de la casa, para que no escucháramos las armas ni las voces altas, para que el llanto y la violencia no nos alcanzaran, pero el dolor conoce la puerta. Mi abuela estaba enferma y no podía viajar, por eso, mi padre me dijo al oído que vendría pronto; aún no tenemos noticias de él. Mi madre es una mujer fuerte, trabaja todos los días, cose muy bien, y aunque aquí muchas personas como nosotros nos acompañan, ella está sola en casa. Tal vez, de haber ido a la escuela en uno de los campos de refugiados, ésta podría haber sido mi historia.
Yo podría haber sido una niña congoleña refugiada en Burundi, pero no lo soy; y es muy probable que, si usted está leyendo esto, tampoco lo sea. José Saramago decía que "nuestra tarea consiste en conseguir volvernos más humanos", y hay una herramienta infalible para ello: la educación. Privar de este derecho es privar de un derecho humano fundamental, es privar del derecho que nos hace más humanos. A través del conocimiento, llegamos a comprender, a concienciarnos, a naturalizarnos, a humanizarnos.
Una escuela que forma y protege es una escuela que cuida y que libera. La escuela es un refugio donde las niñas, niños y adolescentes se encuentran para crecer juntos, para agarrar el futuro con las dos manos, para creer en sí mismos y en su capacidad de ser felices, a pesar de lo duras que sean la injusticia y las espinas vividas.
El ser humano se escuda a menudo en la oratoria para no pasar a la práctica: por eso no hay en este texto lo que pueden encontrar ya muy bien expuesto en otros, como en el informe publicado recientemente por Entreculturas y Alboan: "Escuela refugio, escuela que acoge", que expone los desafíos para garantizar la acogida educativa de la infancia y la juventud en movilidad forzosa. Pero sí quiero recalcar que la gran mayoría de los países que acogen son países con grandes fragilidades y no solo en sus sistemas educativos, países empobrecidos que se abren a miles de personas refugiadas, mientras que otros con rentas escandalosamente más elevadas se cierran, blindando sus entradas, sus puertos y aeropuertos, en los que se nos recuerda (y sin duda es importante) el cubo donde uno debe echar los envases, el papel o los residuos orgánicos, pero en los que no se nos recuerda (y es aún más importante) que el acceso a una educación de calidad, inclusiva y sensible al género es un derecho inalienable de todos y cada uno de los seres humanos, especialmente de los niños, niñas y adolescentes, "sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición".
Albert Camus escribió que "la verdadera generosidad hacia el futuro está en darlo todo al presente", y las escuelas son, sin duda, el mejor sitio para comenzar a dar salud emocional, herramientas y capacidades, ilusiones. Porque como dijo John Dewey: "La educación no es la preparación para la vida. La educación es la vida en sí misma".