El servicio militar obligatorio e indefinido y la imposibilidad de elegir los estudios a seguir empujan a muchos a tomar esta decisión
MADRID, 19 Jul. (EUROPA PRESS) -
"¿Cómo puede uno vivir en un lugar en que no tiene control sobre su vida?", plantea Simon, que a sus 25 años es uno de los cientos de miles de eritreos que han huido de su país, gobernado con puño de hierro por Isaias Afewerki desde su independencia de Etiopía en 1993 y donde el servicio militar indefinido ha empujado a muchos jóvenes como él a buscar suerte fuera, con Europa como destino final en muchos casos.
"A partir de 12º curso, te conviertes en parte del Ejército. Al finalizar el 11º curso, te hacen un gran examen. Si tu nota es alta, seguirás tu educación en el Ejército, de lo contrario simplemente recibirás entrenamiento militar", explica Simon, quien al igual que otros 170.000 eritreos está refugiado en Etiopía.
FOTO: GABRIELE FRANÇOIS CASINI/MS
El examen también determinará las materias a cursar en la universidad, añade el joven, que actualmente es trabajador social con Médicos Sin Fronteras (MSF) en el campo de refugiados de Hitsats. "No hay ninguna posibilidad de elegir", se lamenta. "A mí me habría encantado ser enfermero, pero si el Gobierno quiere que seas profesor, te hará profesor", subraya, incidiendo en que completar estudios universitarios tampoco es garantía de una vida acomodada en Eritrea.
"Yo realmente no quería convertirme en refugiado, pero me di cuenta de que todas las personas que conocía que tenían un título universitario tampoco ganaban lo suficiente para mantener a sus familias y a sí mismos", asegura Simon. "Sentía que la única manera que tenía de poder elegir libremente qué hacer y ser capaz de tener una vida decente era dejando el país", explica.
HUIR CON 14 AÑOS
Ephraim también huyó de Eritrea porque se negaba a que otros decidieran por él su futuro. "En Eritrea todo el mundo hace el servicio militar en el marco de su educación y solo se consigue un pasaporte cuando se completa, pero uno nunca sabe cuándo ocurrirá eso", cuenta este eritreo de 17 años, que intentó escapar de su país por primera vez con tan solo 14 años.
FOTO: GABRIELE FRANÇOIS CASINI/MS
"Para algunas personas el servicio militar nunca termina y mientras estás en el Ejército no te pagan casi nada, así que para mí estaba claro que no tenía un futuro, un futuro en el que pudiera elegir libremente qué hacer y qué ser y en el que pudiera mantener a mi familia", cuenta a MSF, en cuyo programa de salud mental en Etiopía participa.
"Así que decidí marcharme, como otros muchos eritreos", explica. En el caso de Ephraim, dos hermanos ya le habían precedido. Su hermana, consiguió llegar hasta Alemania pero su hermano mayor desapareció hace tres años en Libia sin que hayan vuelto a recibir noticias suyas.
En general, Etiopía y Sudán suelen ser las dos vías de escape para quienes abandonan Eritrea. Lo más frecuente es que su paso por estos países sea temporal, con el objetivo de reunir dinero suficiente para continuar su viaje, que les llevará a atravesar Libia y a embarcarse en la peligrosa travesía del Mediterráneo Central. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), los eritreos son la segunda nacionalidad en llegadas a Italia, entre ellos numerosos menores no acompañados.
VARIOS INTENTOS DE ESCAPAR
Tanto Simon como Ephraim no lograron su objetivo a la primera. "Mi primer intento de cruzar la frontera fue la peor experiencia de mi vida", asegura Simon, que tres años después aún recuerda con nitidez "el silbido de las balas volando" a su alrededor cuando los soldados les descubrieron en la frontera. "Una niña que estaba intentando escapar cayó. No podía dejarla atrás así que me detuve para ayudarla", cuenta, tras lo cual fue detenido y nunca supo qué ocurrió con ella.
Aunque malherido, Simon fue enviado a prisión y de ahí a recibir entrenamiento militar, pero semanas después volvió a probar suerte, esta vez con más éxito. "No tenía una idea clara de dónde quería ir, solo sabía que quería tener acceso a educación, conseguir un empleo y ser capaz de mantenernos a mí y a mi familia", explica.
La huída de Ephraim fue aún más complicada. La primera vez huyó a Etiopía y de ahí a Sudán, desde donde pretendía llegar a Liba. Después de varios días de viaje en camiones atestados por el desierto y durante los que solo comió una galleta al día y apenas bebió agua, estuvo al borde de la muerte.
"Estaba tan débil que los traficantes pensaron que había muerto y me iban a abandonar en medio del desierto pero una de las personas con las que viajaba y me conocía un poco se dio cuenta de que aún respiraba", relata a MSF. "Me subió a sus hombros y me llevó de vuelta al camión, pero otros no tuvieron tanta suerte" y murieron en el viaje, añade.
Tras ser descubiertos por la Policía sudanesa mientras esperaban suministros, los traficantes les abandonaron y después de unos días los policías les llevaron a prisión, en su caso a un centro para menores en Jartum. Ephraim recuerda que eran unos mil detenidos y solo tenían un aseo para todos y tenían que dormir en el suelo. Ante estas circunstancias, iniciaron una protesta a la que los guardias respondieron a golpes. "Me dieron en la cabeza con una pala", señala.
Finalmente, representantes de la Embajada eritrea le engañaron y le llevaron junto a otros detenidos más de vuelta a su país, donde terminó en una cárcel que era "como un agujero en el suelo, sin ventanas ni luz". De ahí le trasladaron a una prisión militar, donde empezó a enfermar y a tener "pesadillas todo el tiempo". "Dejé de comer, me aislé, dejé de hablar y no hacía nada", recuerda.
Fue entonces cuando los guardias contactaron con su madre y le dijeron que le liberarían si impedía que intentara huir de nuevo. Si lo hacía, cuenta, tendrían que pagar 50.000 nakfa (unos 2.800 euros). Pero "yo lo único en lo que pensaba era en cómo escapar de nuevo", así que dos semanas después volvió a intentar cruzar hacia Etiopía. "Los soldados me atraparon en la frontera, me golpearon duramente y me enviaron de vuelta a prisión", explica.
Sin atención médica, las heridas sufridas empeoraron hasta el punto de que tuvo que ser trasladado al hospital y luego de vuelta a prisión. Su familia decidió entonces pagar las 50.000 nakfas y pudo regresar a casa con la condición de que cada mes debía presentarse en la base militar para demostrar que seguía en el país. Pero tres meses después, Ephraim hizo su tercer intento de salir de Eritrea. Era noviembre de 2016 y en esta ocasión logró su objetivo junto a tres amigos. Cinco meses después le siguió su madre.
ETIOPÍA NO ES LA VIDA QUE AÑORABAN
Pese a la experiencia vivida y el trauma que aún les acompaña, tanto Simon como Ephraim no están satisfechos con su situación y dejan abierta la puerta a continuar su viaje hacia una vida mejor. "Llevo tres años en este campo y aún no he sido capaz de hacer lo que quería", reconoce Simon, que cuenta que no tiene el dinero para permitirse seguir el viaje cruzando otros países.
"A veces lamento no intentar moverme a otro sitio porque la vida en el campo no es muy fácil", afirma, aunque en su caso trabajar como trabajador social para MSF le ha dado "estabilidad y motivación". "Muchas personas sufren traumas y problemas mentales aquí y cuando veo que mejoran por el apoyo que mi trabajo les ofrece siento que merece la pena seguir aquí", asegura.
Ephraim aún quiere ser él quien decida su destino. "Me encantaría volver a la escuela y labrarme un futuro para mí mismo. En Eritrea no había ningún futuro y aquí en el campo es un poco más de lo mismo. Espero que vayamos a un lugar en el que pueda tener la libertad de elegir qué hacer con mi vida", confía.
Mientras, su madre está intentando lograr la reunificación familiar con su hija en Alemania, pero le preocupa que Ephraim opte por el "terrible viaje" a través de Libia. "Me temo que lo intentará de todos modos", admite. "Yo quiero que esté a salvo y tenga una buena vida".
HUIR POR AMOR
El caso de Hellen, de 30 años, es distinto. "Tenía una vida bastante buena en Eritrea. Fui lo suficientemente afortunada como para tener un servicio militar corto en comparación con muchas personas y solo tuve que servir durante un año y ocho meses", cuenta la joven, que actualmente es trabajadora social con MSF.
Aunque madre soltera, su empleo, pese a los cambios decididos por el Gobierno que "te puede mover de un puesto a otro según lo que creen que necesita el país en el momento", les permitía vivir a ella y a su hijo sin problemas. Pero todo cambió para ella cuando se enamoró de un musulmán y se quedó embarazada.
"Nuestras familias y comunidades no aceptaban ver a una cristiana y un musulmán juntos como pareja", explica Hellen, que también fue víctima del acoso de sus compañeros de trabajo, además del rechazo de su familia. "Caí en una depresión y comencé a hacer mal mi trabajo", reconoce, asegurando que también temía por su bebé.
"Fue entonces cuando decidí dejar el país", cuenta. Primero lo intentó por la vía legal, pero aunque tenía pasaporte no le dieron permiso para viajar a Etiopía ya que su hijo tenía 9 años y "los niños mayores de cinco años no pueden viajar al extranjero hasta que no realizan el servicio militar".
Como la situación seguía empeorando, decidió que saldría de Eritrea de forma ilegal, aunque esperaría a que naciera su hija. Tras vender todas sus joyas, pagó a unos traficantes para que les llevaran a Sudán, pero su pareja tuvo que quedarse porque no tenían dinero suficiente. Y en este país fue donde comenzó la peor de sus pesadillas.
Su hija enfermó y decidió salir a buscar ayuda. "Hablo muy bien árabe así que le pregunté a un hombre si podía darme la dirección del médico más cercano", relata. "Parecía muy amable y se ofreció a mostrarme dónde estaba la clínica", explica, pero "cuando entramos en el edificio me agredió y me violó de forma muy violenta delante de mis hijos". "Ese fue mi primer día en Sudán", recuerda.
Tres días después los traficantes les trasladaron a Adís Abeba, donde pasó cuatro meses sumida en la depresión y con dolores en la espalda y las piernas. "Los eritreos con los que vivía me llevaron al hospital pero no estaba preparada para contar a un extraño lo que había ocurrido", explica Hellen.
Finalmente, decidió pedir estatus de refugiada en Etiopía, tras lo cual la enviaron al campo de refugiados de Hitsats. "Cuando llegué estaba muy mal. No me sentía a salvo y constantemente volvía a experimentar lo vivido en Sudán", afirma. "No era capaz de cuidar de mis hijos", añade, de ahí el que las autoridades la remitieran al programa de salud mental de MSF.
La primera sesión no fue bien porque temía que la avengonzaran "delante de todo el mundo" por lo que le había pasado, pero el hecho de contar con una enfermera psiquiátrica y una asesora le permitió ir recuperando poco a poco la confianza. "Las cosas empezaron a mejorar, especialmente después de que comencé a tomar medicamentos para la depresión, los problemas de sueño y el dolor", explica Hellen.
Han pasado siete meses desde entonces y la vida de esta refugiada eritrea "ha mejorado mucho", asegura. "El apoyo de salud mental es muy importante para personas que atraviesan este tipo de experiencias. MSF me ha devuelto mi vida, les estoy muy agradecida por esta segunda oportunidad de vivir de nuevo", señala.
Su mejora la llevó hace unos meses a ofrecerse a ayudar a otros en su misma situación. "Me convertí en trabajadora social en el equpo de salud mental de MSF y en el futuro espero ser capaz de seguir ayudando a otros supervivientes de violencia, independientemente de en qué parte del mundo esté", asegura.