MADRID, 20 Ene. (Por Carme Colomina, investigadora principal del CIDOB) -
El poder de las grandes plataformas tecnológicas está bajo sospecha. Desde los tuits del presidente Donald Trump con sus teorías conspirativas de robo electoral a la movilización 'online' que culminó con el asalto al Capitolio del 6 de enero, las críticas al poder de las redes sociales en la configuración de la opinión pública y en el proceso de radicalización del discurso político han adquirido una nueva dimensión. Pero la respuesta de estos gigantes digitales de silenciar a Donald Trump también plantea nuevos interrogantes sobre los límites a la libertad de expresión. ¿Pueden unas empresas privadas silenciar al presidente de los Estados Unidos? ¿Es la censura la respuesta necesaria contra la amplificación de la desinformación?
Las redes sociales han silenciado a Donald Trump. Después del asalto al Capitolio por parte de seguidores del presidente saliente de los Estados Unidos y de las teorías de la conspiración que alimentan el trumpismo, Twitter decidió cerrar la cuenta @realDonaldTrump. Facebook e Instagram bloquearon sus mensajes durante 24 horas y retiraron el vídeo en que el presidente insistía en denunciar el robo electoral, por considerar que violaba la política de la empresa respecto a la incitación a la violencia. Lo mismo hizo Youtube. Amazon, Apple y Google decidieron vetar a Parler, cuando se supo que los seguidores de Trump habían decidido trasladar su movilización virtual a esta plataforma con menos controles, lugar de encuentro de la extrema derecha norteamericana.
Las plataformas tecnológicas se han sentido señaladas. La insurrección del 6 de enero expuso el poder de las redes sociales en la radicalización del discurso público. La violencia de un asalto al corazón de la democracia estadounidense supone una aceleración sin precedentes en el arraigo de la polarización política en el entorno digital en unos Estados Unidos que han convivido con cuatro años de mentiras, desinformación y ataques continuos a los medios de comunicación desde el mismo despacho oval. El poder de las redes sociales, de la emotividad y de la amplificación del pensamiento binario, impulsó a Trump hasta la Casa Blanca. Ya entonces se identificaron millones de tuits relacionados con teorías conspirativas. Las redes sociales marcan hoy también su final.
Sin embargo, la decisión de las grandes plataformas tecnológicas de eliminar los mensajes del presidente saliente también ha generado dudas. Concebidas como espacios públicos --espacios donde se configura la opinión pública--, estas redes sociales se regulan, en cambio, como empresas privadas que son. Lo que está en juego es la legitimidad de unas grandes corporaciones erigidas en árbitros del contenido y la imposibilidad de justificar que estas decisiones se tomen desde el interés público y no por intereses comerciales. Adam Mosseri, responsable de Instagram, reconocía que las plataformas no son neutrales. Entonces, ¿por qué debería permitirse que estas empresas se conviertan en guardianas de la libertad de expresión?
La relación del poder político con las redes sociales está cargada de hipocresía. Los partidos políticos son usuarios activos de todas las técnicas de amplificación digital de mensajes --del micro-targeting a los bots-- pero tanto la Unión Europea como los gobiernos de la UE han presionado a los grandes gigantes tecnológicos para que regulen estas prácticas y asuman responsabilidades en el control del contenido que se comparte en sus plataformas. Las empresas, por su parte, fortalecidas por la aceleración digital y unas posiciones dominantes de mercado, empezaron a tomar medidas para suavizar los efectos reputacionales de tanta sobreexposición.
La respuesta de las redes sociales ha sido poner límites al contenido pero no a los modelos algorítmicos que lo difunden y lo amplifican. Concebidas casi como estrategias de relaciones públicas --Facebook ha llegado incluso a nombrar a su primer vicepresidente de derechos civiles--, la reacción de las redes sociales en Estados Unidos genera un nuevo malestar en el debate democrático porque alimenta la justificación de la censura en situaciones excepcionales. El líder opositor ruso, Alexei Navalny, advertía en Twitter que estas medidas abrían la puerta al Kremlin para pedir a las redes sociales la suspensión de cuentas de figuras opositoras a Vladimir Putin. Se trata de un precedente peligroso para cualquier democracia y la coartada perfecta para aquellos regímenes totalitarios que se han escudado en la supuesta lucha contra la desinformación para censurar la libertad de expresión, perseguir la disidencia política y cerrar temporalmente redes sociales cada vez que hay un intento de movilización ciudadana.
LÍMITES MONOPOLÍSTICOS
Erigir a las plataformas digitales en guardianas del contenido puede interpretarse como una privatización de la censura que no acaba, sin embargo, con la opacidad de un modelo de negocio que, por primera vez, genera una preocupación compartida a ambos lados del Atlántico. Tanto por su poder económico como por su capacidad de moldear el discurso público. En este contexto, la propuesta de Ley de Servicios Digitales (la DSA, por las siglas en inglés de Digital Services Act), que presentó la Comisión Europea a finales de 2020, supone un paso importante en las exigencias de transparencia sobre la publicidad digital, la compartición de datos y los modelos algorítmicos que favorecen el micro-targeting y la amplificación de contenidos ilegales. Además, los reguladores europeos esperan que las plataformas se auditen a ellas mismas para garantizar que sus algoritmos y criterios de moderación de contenidos no presentan sesgos u otros posibles daños.
También en Estados Unidos crece el consenso sobre la necesidad de poner coto a estos poderes monopolísticos. Diversos estados norteamericanos y el propio Senado de los Estados Unidos han acusado a Facebook de aplastar ilegalmente a la competencia. El verano pasado, los demócratas en la Cámara de Representantes publicaron un informe que proponía trocear el negocio de estos gigantes tecnológicos para restaurar la libre competencia en el mercado digital. Demócratas y republicanos parecen coincidir en la necesidad de revisar los "privilegios y obligaciones" de las grandes tecnológicas aunque no lo hagan con la misma intención.
No hay consenso en el debate sobre los límites al contenido y a la libertad de expresión en el marco de la Sección 230 de la Ley de Decencia de la Comunicaciones de 1996. Grosso modo, los demócratas serían partidarios de hacer a las plataformas responsables del contenido que se comparte, mientras que en el lado republicano prefieren limitar su margen de acción. Además, mientras en distintos países de la Unión Europea se han impuesto por ley prohibiciones al discurso de odio, a la negación del holocausto o a la blasfemia, que han sido confirmadas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, tales limitaciones serían inadmisibles o incluso consideradas inconstitucionales en unos Estados Unidos donde la libertad de expresión está protegida por la Primera Enmienda.
Sin embargo, Facebook, Twitter o Youtube se han otorgado el poder de censurar las incitaciones al odio de Donald Trump en Estados Unidos pero no los post incendiarios de otros líderes políticos en otras latitudes, cuando las mismas redes sociales se escudaban en la idea de que sus plataformas eran meras intermediarias en la compartición de contenido. Ni antes estaban libres de culpa ni hoy pueden autoproclamarse árbitros del sistema democrático. Los límites a la libertad de expresión no pueden estar en las manos volubles de monopolios privados.
((Esta noticia fue publicada inicialmente aquí https://www.cidob.org/publicaciones/serie_de_publicacion/opi...))