DAKAR, 11 Abr. (Por Hélène Caux, portavoz de ACNUR en África Occidental) -
Sarratou, de 33 años, nunca olvidará el día cuando decenas de hombres fuertemente armados emboscaron su localidad en el estado nigeriano de Borno. Eran las 10 en punto de la mañana y estaba en casa con tres de sus cuatro hijos. Los disparos resonaban en sus oídos mientras se embarcaban en un apresurado viaje de 12 kilómetros hacia la frontera con Camerún.
En ese momento, su marido y su hijo mayor, Ibrahim, de 10 años, estaban cuidando de su ganado en los alrededores de la localidad. Aunque intentaron huir, no había escapatoria. "Mi marido se cansó. Estaba agotado y no podía seguir corriendo", relata Sarratou. "Boko Haram los atrapó y cortaron la garganta a mi marido, delante de mi hijo", precisa.
Ibrahim se arrodilló junto a su padre y comenzó a llorar. Pero tuvo poco tiempo para afligirse. Uno de los insurgentes cogió su machete y golpeó el cráneo del niño. "Después de que me cortara la cabeza, me desmayé", recuerda Ibrahim. "No me podía mover. Luego me arrastré bajo un árbol en busca de sombra. Volvieron de nuevo, me levantaron, y pensaron que estaba muerto. Cavaron un hoyo y me lanzaron en él y me cubrieron con arena".
Ahora, varios meses después de este dramático incidente, la gran cicatriz en su cabeza en un doloroso recordatorio de lo que en niño tuvo que pasar.
Dos días después del ataque, la abuela de Ibrahim y su hermana de 13 años, Larama, volvieron desde la frontera para buscarlos a él y a su padre, mientras que Sarratou, que estaba deprimida y con ansiedad y había dejado de comer, estaba en el hospital recibiendo tratamiento por hipertensión. Cuando deambulaban por la arrasada localidad, Larama encontró a su hermano en un bosque cercano.
"Me cansé, me senté debajo de un árbol y algo con moscas llamó mi atención", cuenta Larama con voz temblorosa. "Era un ser humano". Recuerda que solo parte de la cabeza de Ibrahim sobresalía en la arena. "Tenía miedo. Saqué valor. Intenté hablarle pero él solo asentía con la cabeza. Le pregunté si era el chico, porque 'chico' es el apodo de mi hermano, le llamamos chico. Él asintió, ¡era él! Tenía esa herida en la cabeza y manchas de sangre por toda su cara", recuerda.
"¡ESTÁ VIVO!"
Reuniendo sus fuerzas, consiguió sacarle de la arena y le llevó sobre su espalda a la localidad. "Estaba cansada pero tenía que apañármelas. Cuando la gente nos vio, me preguntaron a dónde le llevaba. 'Le llevo a casa', dije. ' Pero ya está muerto, ¿por qué lo llevas?, dijeron. Les respondí, 'no está muerto, ¡está vivo!".
A Ibrahim le ha costado cuatro meses y medio recuperarse en un hospital en Koza, Camerún. "Los médicos y las enfermeras eran amables conmigo y la comida era buena", afirma. Tras ser dado de alta, la familia se trasladó al campamento de Minawao, a 90 kilómetros de la frontera. Abierto en julio de 2013, ahora alberga a unos 33.000 refugiados nigerianos.
Muchas localidades nigerianas a lo largo de la frontera han sido atacadas y quemadas hasta los cimientos en los últimos meses. Varios supervivientes cuentan que conocían a algunos de los atacantes, que formaban parte de sus comunidades y se unieron a los insurgentes antes de los ataques. "¿Pero qué podíamos hacer?", afirma un refugiado en Camerún.
MÁS DE UN MILLÓN DE DESPLAZADOS
Al menos 1,2 millones de personas se han visto desplazadas en el noreste de Nigeria desde mayo de 2013, cuando se declaró el estado de emergencia en los estados de Adamawa, Borno y Yobe. Más de 100.000 han huido a Níger, mientras que unos 74.000 han buscado refugio en Camerún y al menos 18.000 lo han hecho en Chad. Las mortíferas incursiones en Camerún han desplazado a unas 96.000 personas, según las autoridades, incluidos muchos pastores y agricultores.
"Sabemos que matan a hombres, secuestran a mujeres y niños y roban ganado, así que decidimos abandonar nuestra localidad y trasladarnos lejos de la frontera antes de que ocurriera", cuenta Oumanou, de 40 años. Hace tres meses abandonó su localidad con otras 20 familias y caminó durante varios días para llegar a las afueras de la localidad de Zamai, cerca de la localidad de Mokolo, en la región de Extremo Norte, donde han construido chozas con paja y bambú. "Está bien por ahora", afirma, "pero cuando empiece la estación de lluvia, el agua pasará a través de ellas y estaremos inundados", lamenta.
Como Ibrahim y su familia, todo el mundo en el campamento de Minawao tiene una historia de éxodo o violencia para compartir. Muchos huyeron por miedo, mientras que otros sobrevivieron agresiones físicas o fueron testigos de violencia extrema contra familias o amigos. Algunos han sido secuestrados.
"La necesidad de apoyo psicosocial y mental es enorme", reconoce Jodin Obaker, una psicóloga del International Medical Corps, que gestiona el centro de salud en Minawao. Sin embargo, tal apoyo es limitado en el campamento debido a la falta de fondos y de personal cualificado, así como a la precaución cultural respecto a las cuestiones de salud mental.
"Los niños están pagando un alto precio", precisa Obaker. "Algunos se retraen por completo, se guardan todo dentro, no se comunican más. Están traumatizado por lo que han pasado", explica.
Poco a poco, Ibrahim se ha ido recuperando. Aunque su madre dice que ha cambiado mucho, que a menudo parece triste y camina cojeando, el niño también ha comenzado a sonreir de nuevo. Va a la escuela, donde le gustan las clases de inglés, y juega al fútbol con su hermana mayor y su hermano pequeño. "Y tengo un mejor amigo", cuenta orgulloso. Pero solo el tiempo y el cuidado dirán lo mucho que se curarán las cicatrices invisibles, los recuerdos del ataque que lleva consigo.
Algunos meses después del ataque Sarratou regresó a comprobar cómo estaba la casa de la familia en Borno. "Todo está quemado", cuenta con resignación. Algunos de los habitantes que escaparon después de ella le dijeron que los insurgentes llegaron con latas llenas de combustible y rociaron cada casa antes de prenderlas fuego.
"No hay nada a donde podamos volver", se lamenta. "Los insurgentes también robaron nuestro ganado: siete vacas y trece cabras. Aquí en Camerún, tengo comida y agua para mis hijos, pueden ir a la escuela, tenemos cobijo, y nos sentimos seguros. No volveremos a Nigeria tan fácilmente. Para mí, aquí en el campamento está mi hogar. No pienso en abandonar este lugar por ahora", asegura la madre de Ibrahim.