La percepción popular apenas ha cambiado, por lo que el interés económico compensa la desafección hacia Bruselas
LONDRES, 22 Jun. (EUROPA PRESS) -
Reino Unido decide mañana por segunda vez en 41 años si desea continuar en el proyecto comunitario, un vínculo que nunca ha despertado excesiva afección en una ciudadanía que percibe Bruselas como una maquinaria de injerencia sobre su soberanía que ha aceptado como una fórmula de conveniencia más que por un sentimiento de identificación paneuropea.
Los paralelismos entre el referéndum de 1975 y el actual confirman la existencia de una tangente: la economía. La permanencia triunfó en el primer referéndum porque el mensaje de que el mercado común mejoraría sus perspectivas caló en el electorado, mientras que este 23 de junio, el frente a favor de la continuidad se ha jugado su estrategia al comodín económico.
En ambos casos, además, el gobierno de turno tuvo que hacer frente a un importante descontento ciudadano, si bien hace cuatro décadas el ejecutivo que había prometido el plebiscito era laborista, por entonces, el partido crítico con el proyecto comunitario. Cuarenta años después, las dos principales formaciones británicas se han intercambiado los papeles y son los conservadores quienes encarnan el euroescepticismo.
Como consecuencia, el primer ministro por entonces, Harold Wilson, se convirtió en objeto de crítica en sus propias filas, al igual que el actual, el conservador David Cameron, ha tenido que gestionar la ira de un partido tan dividido que su continuidad podría quedar en entredicho incluso de triunfar la permanencia.
CRÍTICAS EN CASA
Como Wilson, Cameron negoció en Bruselas unos acuerdos que no han gustado en casa, por lo a que ninguno le quedó más alternativa que autorizar libertad para ir en contra de la posición oficial, una decisión necesaria, pero con consecuencias nefastas para la cohesión de sus respectivos gabinetes.
Si el 'premier' contemporáneo padecía ya los temblores de la disensión, el referéndum ha brindado una oportunidad de oro para expresar las frustraciones con su gestión. Como resultado, la primera consulta desde 1975 ha erosionado el dique de contención de unas divisiones que superan el ámbito de Europa, puesto que los críticos han ganado espacio para expresar su descontento sin sufrir necesariamente medidas disciplinarias.
Como rivales naturales, conservadores y laboristas muestran una particular equivalencia en las cuatro décadas transcurridas entre referéndums: la apasionada campaña que Margaret Thatcher libró como líder de la oposición se corresponde actualmente con el inaudito despliegue de unidad del Laborismo, una formación que hasta hace poco batallaba públicamente por acomodar la autoridad de Jeremy Corbyn.
PERSPECTIVAS DIFERENTES
La percepción sobre la trascendencia de la votación, por el contrario, ha variado significativamente. En 1975 la elección era fundamentalmente económica, lo que permitió que la ratificación de la Comunidad Económica Europea, pese a no levantar pasiones, obtuviese un rotundo 67,2 por ciento en un país que luchaba aún por superar una crisis que, tan sólo un año después, lo obligó a solicitar la ayuda del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Actualmente, sin embargo, la decisión afecta al lugar de Reino Unido en el orden internacional de este arranque de milenio y el encaje entre la protección de una soberanía que reclama a pie de calle y su presencia en un bloque que tiende a una cada vez mayor integración.
Paralelamente, cuestiones de alto voltaje social, como la influencia de la inmigración, las esencias democráticas y dónde reside el poder, añaden aristas a una consulta con severas consecuencias para el proyecto comunitario, que a diferencia de 1975, cuando Londres era el enfermo de Europa, podría perder a la segunda economía del continente.