ALEPO, 12 May. (Reuters/EP) -
Hasán Ahmed al Aul escapó en 2012 de Alepo, la ciudad más grande de Siria, nada más comenzar la larga y dura batalla que enfrentó al Ejército sirio contra las fuerzas rebeldes que, en aquel momento, controlaban la localidad.
Al Aul regresó cuatro años después y encontró su vivienda apenas en pie, solitaria en medio del campo de escombros que fue el frente de combate. Lleva viviendo ahí desde 2016 y el paisaje que le rodea no ha cambiado un ápice. La ciudad está congelada en el tiempo, a la espera de una reconstrucción que nunca llega.
Este cantero jubilado de 75 años y su mujer, Aisha, han conseguido reparar la pared trasera de su vivienda y parte del interior. Las tres habitaciones están forradas con tapetes, alfombras, mantas y colchones de espuma que se doblan como sofás y ropa de cama, donde duerme el matrimonio y su hija Maryam, de 30 años, madre de tres pequeños de 9, 8 y 3 años de edad.
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La familia ha conseguido que su casa sea habitable con mucho esfuerzo. Primero, con un préstamo que todavía no han devuelto y, en segundo lugar, gracias a un taxi que Al Aul alquila esporádicamente a conductores que circulan por una ciudad que se está derrumbando día a día. El pasado mes de febrero murieron once personas al colapsar un edificio residencial en la avenida principal de la ciudad.
Al Aul se ha resignado a perder su casa tarde o temprano, porque los cimientos no aguantan. Solo desea que eso no ocurra con su familia dentro. Le preocupa el futuro, porque el domicilio representa todo lo que poseen. Sus tres hijos varones malviven con el poco salario que reciben en el Ejército, su yerno está en prisión y su hija solo gana las propinas que recibe sirviendo té a los visitantes de una escuela.
Hay que pagar la comida y la electricidad que reciben de un generador privado de diésel. La red eléctrica todavía no ha llegado a su barrio.
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BAJO EL FUEGO
La familia del taxista Mustafá Karim ya no tiene casa. Sus padres eran dueños de un bloque entero de diez pisos de viviendas y una planta baja con un colmado y un fontanero. Ahora solo quedan losas de hormigón y metal oxidado. El edificio fue destruido en noviembre de 2016, un mes antes de que terminara la ofensiva final del Ejército sirio.
"Se puede imaginar cómo nos quedamos", lamenta antes de dar por imposible cualquier tipo de reconstrucción. "Apenas podemos con nuestros gastos diarios", lamenta entre los escombros de la intersección donde se encontraba su casa.
Detrás de una calle cercana, también entre edificios destruidos, se encuentra un garaje donde los mecánicos trabajan en el taxi de Karim, un pequeño automóvil amarillo, como el de los Al Aul.
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Al otro lado de la calle principal vive la familia Al Burr. Husein, de 41 años, se ocupa de la tienda de comestibles, vende latas y paquetes de comida, huevos y dulces. Sus padres Ali y Fátima viven en el segundo piso en algunas habitaciones oscuras. Primero construyeron la tienda, luego los cinco pisos de arriba uno por uno, explica la mujer.
Todos ellos viven en el barrio de Saladino, en un frente dividido. Los Al Aul y los Karim en el lado rebelde; los Al Burr en el lado del Ejército sirio. El frente gubernamental presenta menos daños materiales, pero prácticamente toda la zona fue saqueada durante el caos de los últimos días de la guerra en Alepo.
"Se han llevado todo, hasta las tazas de café", lamenta Alí. "El cableado eléctrico, los marcos de las puertas. Todo. La luz se la proporcionan dos antorchas eléctricas, una luz en medio de la oscuridad de la intersección, a la espera del amanecer.
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