MADRID 26 Oct. (OTR/PRESS) -
Mártires, en la Guerra Civil, hubo en todos los lados. Verdugos, en ambas partes. Lo peor del ser humano salió a relucir en aquellos años atroces, en los que el odio prevaleció sobre la humanidad, sobre el sentido común, sobre cualquier sentimiento positivo. No me hablen ahora de mártires unilaterales. No, por favor, desde la Iglesia Católica, a la que tanto respeto, desde no mucha distancia, pese a ciertos desmanes que se toleran cada día en el campo en el que me desempeño, el periodismo.
Han pasado setenta años de todo aquello, y ahora nos viene un Gobierno rememorando, por ley, una memoria que no es histórica, porque la Historia, a los niños del cincuenta, nos la escribieron aquellos vencedores -mentira sobre mentira- y ahora a los niños de los noventa y a los adultos de toda la vida, nos la redactan quienes ocupan el poder, ahora gracias a las urnas, menos mal. Y así no hay manera de conocer nuestro pasado.
Porque también nos viene la Iglesia con una beatificación masiva que, pienso, no va a redundar en aras de la concordia nacional, por mucho que nos empeñemos, también desde el Ejecutivo socialista, en minimizar los hechos que ocurrirán este sábado. Me parece que desde ambas partes habríamos de realizar un esfuerzo por honrar a todos los muertos en aquella guerra innecesaria, absurda, cruel, que a tanta gente asesinó y que tantos asesinos produjo.
No quiero el olvido. Ni siquiera el perdón, que implica indulto, pero no pasar la página. Y esta página, creía yo, ya la habíamos pasado. La Historia la deben escribir, en definitiva, los historiadores sin partido y sin partida, los investigadores que creen que el pasado sirve para no repetir aquellos errores, no para arrojárnoslo a la cabeza los del presente.
Todo esto es, siento decirlo, un inmenso dislate. Hubo quien dijo, hace casi ciento diez años ya, que había que cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid. Ahora tenemos que cerrar con siete llaves muchos otros sepulcros, más recientes. Y conste que no equiparo a unos y a otros. El de Franco, en el Valle de los Caídos, y el de Azaña, aunque para mí no es lo mismo el uno y el otro. De ninguna manera. El de los muchos fusilados por el franquismo y el de los muchos ejecutados por la República. Descansen en paz ellos. Y nosotros.
Fernando Jáuregui