Publicado 18/11/2024 08:00

Fernando Jáuregui.- Paisaje después de la devastación

MADRID 18 Nov. (OTR/PRESS) -

Cuando esto escribo, los equipos de rescate y sus familiares aún buscan a Antonio Noblejas, que es uno de los dieciséis desaparecidos tras la devastadora DANA en Valencia. Conocí a Antonio, trabajé un tiempo con su hijo Daniel y comprendo así mejor el impacto anímico que ha supuesto la catástrofe para sus muchas víctimas. Quiero con ello decir que las imágenes que ilustran los primeros intentos de reconstrucción y limpieza de las calles no borrarán fácilmente los recuerdos, el impacto emocional ni tampoco el desastre económico que la tragedia ha impuesto. A lo que habría que unir la mala gestión política que aún ahora salpica los titulares, incluyendo los europeos, a los que hemos trasladado, cómo no, nuestras querellas intestinas.

Pienso que todos, Gobierno, oposición, presidentes autonómicos, alcaldes, instituciones, tendrán que tener muy presente lo ocurrido y lo no ocurrido para entender que, entre unas cosas y otras -el mundo, tras la victoria de Trump, está girando mucho más rápido de lo usual--, se ha iniciado una nueva era. Que las 'viejas políticas', incluso las viejas redes sociales, los viejos usos y costumbres, han experimentado un súbito vuelco, y que no solamente a los damnificados en Valencia les costaría entender volver, como se está, me temo, volviendo, al 'más de lo mismo'. Me resisto a pensar que aún no se hayan llamado por teléfono Sánchez y Feijoo para ofrecer a los ciudadanos españoles un 'pacto de reconstrucción', que no afecte solamente, claro, a las calles y a la economía valencianas.

Creo que necesitamos instaurar un cierto espíritu de Navidad, ahora que se aproximan las fechas de la paz y el amor, para inaugurar una era que nos defienda contra los realmente 'malos' (que sí, que pienso en el 'trampismo'), aunque a algunos sigan sin parecérselo. ¿Es esto que digo buenismo? Yo más bien, pensando en la angustia de quienes aún buscan a Noblejas y a los otros quince desaparecidos cuyos nombres ignoro, pero a los que tengo muy presentes, diría que es realismo: los que sufren todo lo merecen. Y lo que menos merecen, desde luego, son las actitudes miserables, algo ridículas, que algunos propician.

Ahora queda por evaluar el paisaje tras la hecatombe, que va a dejar, está dejando, huellas muy profundas. El futuro del país entero tendrá que tener muy en cuenta no solo lo ocurrido el pasado 29 de octubre, cuando las aguas se desataron, sino todo lo actuado y no actuado posteriormente.

¿Cómo pensar que todo pueda seguir igual con 220 muertos, dieciséis desaparecidos y, lo que no es tan importante, pero importa mucho, setenta mil casas destruidas, ciento treinta mil automóviles devastados, miles de empresas en peligro y toda una economía, la cuarta más importante de España, tambaleante? ¿Cómo olvidar, en la hora de la reconstrucción, las acusaciones mutuas entre los partidos, los incumplimientos, las mentiras que nos han contado?

Y, sin embargo, pienso que no es el momento del ajuste de cuentas, ni de más ceses, ni de culpar de todo a Mazón o a Pedro Sánchez o a -está muy de moda-Teresa Ribera, en torno a la cual se ha permitido desatar un terremoto incluso a escala europea, craso error, me parece, del Partido Popular (eficazmente secundado en el yerro, cómo no, por los socialistas). Ni el presidente del Gobierno central y sus ministros, ni el president de la Generalitat, ni la candidata a comisaria europea, epicentro involuntario de uno de los mayores escándalos de la UE en muchos meses, son culpables de la furia de la naturaleza, ni siquiera de la endeblez de algunas añejas infraestructuras. Puede que no hayan acompañado con el suficiente cariño a los damnificados, eso sí; pero ese, el desapego de los representantes con respecto a sus representados, es un mal secular en este país nuestro llamado España.

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