MADRID 9 Jun. (OTR/PRESS) -
Comenzó este 'annus horribilis', que inaugura una década quizá no muy feliz, con la formación de un Gobierno de coalición 'de progreso' como no lo había habido en casi un siglo; este fue el primer corte con el pasado. Luego llegó la pandemia, que nos hará vivir como nunca vivimos y renunciar a muchas cosas que considerábamos casi como un derecho. Por fin, y coincidiendo con el estado de alarma, la ruptura entre el Rey Felipe VI y su padre, en un comunicado dolorosísimo sin duda para ambos, en el que no se dejaba lugar a dudas: Juan Carlos I había realizado operaciones poco compatibles con la dignidad de la Corona. Su hijo, el jefe del Estado español, oficializaba una ruptura total con las actividades pasadas poco 'claras' de su padre.
Este lunes, la Fiscalía del Supremo hizo saber que investiga al llamado 'rey emérito' por presunto delitos fiscal y de blanqueo. Por si nadie se había dado cuenta, porque de hecho ya había ocurrido, el llamado 'juancarlismo' saltaba en pedazos y, con él, todo la Transición reflejada en la Constitución del 78. No voy a entrar en los pormenores de un proceso que, por cierto, no ha de ser el único: se llevan a cabo presuntamente comprometedoras investigaciones en la Fiscalía de Ginebra relacionadas con la fortuna que el Rey Juan Carlos pudiera tener en Suiza, al amparo de las investigaciones del fisco español. Y también la Audiencia Nacional y un tribunal londinense, a instancias de la 'amiga especial Corinna', la gran beneficiada de la generosidad real, andan investigando. Mal futuro para quien reinó en España durante casi cuarenta años, el hijo de Don Juan de Borbón y nieto de Alfonso XIII.
No entraré ahora en pormenores -pronto, y perdón por hablar de mi libro en plan Umbral, publicaré un volumen sobre esto--, pero sí puedo afirmar que lo investigado ahora por la Fiscalía del Supremo no es un caso aislado: ha habido otros pagos árabes, concretamente en los finales años noventa, y una tremenda opacidad en muchos comportamientos. Como ciudadano español, y como monárquico, que, aunque crítico, siempre me he definido, siento no poco dolor, no poca angustia, ante lo que está sucediendo, ante lo que va a suceder. Si al primer Juan Carlos I le debemos reconocimiento y agradecimiento por su esfuerzo por consolidar la democracia tras el franquismo, al 'último Juan Carlos', al de los finales años noventa hasta 'lo de Botsuana', con elefante y Corinna incluidos, hemos de achacarle un comportamiento que poco ha ayudado a la consolidación de la Monarquía en la persona de Felipe VI; por cierto, uno de los mejores reyes de la Historia de España, en momentos especialmente difíciles para la consolidación de la forma del Estado.
Me siento incapaz de predicar sobre lo que ahora debería hacer el padre del Rey para recuperar el buen lugar que su trayectoria general le hace merecer en la historia de España. No sé si con pedir de nuevo perdón bastaría. Quizá ni siquiera alguna acción contundente y benéfica con la presunta fortuna fuera de nuestras fronteras sería suficiente. Pero sí sé que él debe realizar algunos actos de expiación en lugar de refugiarse en el silencio que le recomiendan quienes, más papistas que el Papa, más monárquicos que la Corona, creen que, sin cambiar nada todo podría seguir igual.
La crisis institucional es seria, máxima cuando una parte de quienes representan al Gobierno ven en esto una oportunidad para un cambio en el sistema. No cabe minimizar lo que está ocurriendo, lo que va a ocurrir. Creo que es hora de cerrar filas en torno a Felipe VI, que, con su implacable rectitud, ha de superar el infierno que está cayendo sobre su cabeza. Y sobre las de todos: como dijo el santo de Loyola, no están estos tiempos de crisis como para hacer alegremente mudanzas.