MADRID 10 Nov. (OTR/PRESS) -
Puede que, como decía Rubalcaba, España sea un país en el que se entierra admirablemente a los muertos. Yo creo que aún se lapida mejor a los vivos. Ningún deporte gusta tanto como declarar un culpable -que muchas veces puede que lo sea, pero no el único--, mandarlo al degolladero y después, olvidarlo, a la espera de un nuevo capítulo, aún más nefasto y llamativo, en el juego de tronos y vanidades. Ocurrió, recuerda usted, con un tal Errejón, un juguete roto que ocupó todas las portadas durante unos pocos días y después silencio. Ahora sucede con el president de la Generalitat valenciana, Carlos Mazón, protagonista indiscutible de los titulares -unos para mal y otros, para peor--, como si con su salida del poder el barro quedase disuelto como por ensalmo. Y no es eso, no es eso.
Por supuesto que aquí se han hecho bastante mal las cosas, casi todas las cosas: en los últimos diez días, desde que empezó a caerse el cielo en Valencia, hemos desprestigiado más aún al Parlamento -aquello de la renovación de RTVE mientras aumentaba el conteo de cadáveres, recuerde--, demostrado que la coordinación Gobierno central-autonomías no funciona, puesto en solfa la presencia -imprescindible-del jefe del Estado en la zona de la tragedia, criticado el funcionamiento de las Fuerzas Armadas , atacado la actuación del líder de la oposición -y no digamos ya la del jefe del Ejecutivo y la de no pocos ministros--, llenado de bulos algunos medios de comunicación*Y, lo más grave de todo, la confianza ciudadana en el buen funcionamiento de España como país ha quedado horadada. Más horadada, quiero decir.
Miles de voluntarios se ponían las botas de agua y agarraban la pala, mostrando que sí, que somos una gran nación, mientras sus representantes se desgarraban en inútiles atribuciones mutuas de culpas o almorzaban con una periodista para ofrecerle no sé qué sinecura en una televisión pública, que por cierto también han salido bastante tocadas de este lance. Claro que Mazón ha demostrada incompetencia, y con él, muchos en la Generalitat; claro que Pedro Sánchez lo pudo hacer inicialmente mucho mejor, lo mismo que alguna de sus vicepresidentas y alguno de sus ministros, ausentes del escenario de la tragedia; claro que el Parlamento, muchas instituciones, algún gran empresario valenciano -y no solo valenciano-han estado lentos, torpes, egoístas, en la reacción ante la mayor catástrofe natural sufrida por España en muchas décadas.
No trato de salvar al soldado Mazón englobando sus culpas evidentes en los errores y dejaciones colectivos. Como no traté, salvadas sean todas las distancias, de salvar al soldado Errejón cuando todos pedían, seguramente con razón, no soy juez y no juzgo, su cabeza y a mí me parecía que ciertos comentarios de prensa, radio y televisión, sobre todo procedentes de sus hasta entonces amigos, eran una demasía. Todo lo que digo es que este país magnífico, pero a veces un punto cruel, se goza en lo excesivo y siempre hay que tener en mente aquella frase de Talleyrand, según el cual todo lo excesivo se convierte en irrelevante. Cuando no, añado, en contraproducente.
Sobre todo, cuando lo excesivo se utiliza para tapar, con una sola guillotina, incompetencias, errores y negligencias mucho más extendidos y que reclamarían una reflexión muy distinta a la de la simple formación de pelotones de fusilamiento.