MADRID 12 Dic. (OTR/PRESS) -
Las constantes revisiones al alza del Producto Interior Bruto (PIB) español por parte de todos los organismos nacionales e internacionales no tienen nada que ver con las economías domésticas familiares. La economía irá bien para unos pocos, para algunas empresas, pero no esconde una realidad: la pobreza en España, hoy, no es una estadística, es una realidad sangrante a la que los Gobiernos nacional o autonómicos prestan una escasa atención. Y, si lo hacen, los resultados sólo muestran un fracaso rotundo. Para casi todos ellos ni es un problema prioritario -ni siquiera figura en las encuestas del CIS-, ni las medidas aplicadas han servido para reducir la brecha de desigualdad ni hay un programa para acabar con ella. Las personas que viven en exclusión severa son invisibles no sólo para quienes nos gobiernan. También para la mayor parte de los ciudadanos.
Han coincidido en estas semanas tres informes -el IX Informe FOESSA de Cáritas y otros dos de Unicef y de Save The Children, estos últimos centrados especialmente en la pobreza y la exclusión infantil y juvenil- que ponen de manifiesto la dura realidad: en España hay 9,4 millones de pobres, de personas en exclusión social* con una economía que "va como un cohete", como presume el presidente del Gobierno "del progreso". Familias, hogares monoparentales, personas con rentas bajas que tienen que elegir entre comprar los alimentos básicos para ellos y sus hijos o pagar el alquiler y la luz o el gas y que, en una proporción importante tienen dificultades hasta para comprar medicamentos y seguir tratamientos médicos. El coste de la crianza de niños y el de la cesta de la compra se ha disparado. A veces no tienen posibilidad de elegir entre pagar una cosa u otra: simplemente no pueden. Una de cada diez personas está en exclusión y más de ocho de cada diez hogares cuya persona sustentadora principal se encuentra en desempleo, están en situación de exclusión social.
Tres millones de personas tienen que vivir en casas cedidas gratuitamente por otras personas o instituciones, realquiladas, ocupadas ilegalmente o con aviso de desahucio y en una gran parte de los casos, en condiciones de hacinamiento.
Tres de cada cuatro personas de esos 9,4 millones de excluidos sociales, son españoles, pero la exclusión afecta al 47 por ciento de las personas de origen extracomunitario, a los inmigrantes. Los clichés xenófobos son radicalmente falsos. No hay paraísos para los que vienen de fuera huyendo de la guerra, de la miseria o de la persecución y la violencia. Y muchos de esos migrantes que han encontrado trabajo en las labores más duras, también están ayudando a pagar nuestras pensiones. Las de ahora y las de mañana. Aunque la tasa de pobreza se ha estabilizado, con una mínima mejora de seis décimas en 2023 (20,2), la de la población infantil y juvenil hay pasado de un 27,8 a un 28,9 por ciento.
Uno de cada tres menores está en riesgo de exclusión social, 10 puntos por encima de la media europea. En la UE, sólo Rumania está por debajo de nosotros; en la OCDE, España ocupa el puesto 36 de 39 países. Hay un Día Internacional para la erradicación de la pobreza, pero es una farsa. A nadie le importa. La pobreza es un cúmulo de problemas: el sinhogarismo, la precariedad laboral y el desempleo, la inseguridad alimentaria, la pobreza energética, la falta de viviendas -que no va a resolver una empresa nacional sin competencias reales-, la trata de personas, la violencia contra la mujer. La pobreza, la exclusión social tiene un rostro mayoritariamente infantil y femenino. Y es un desafío moral, ético, social y político. Casi diez millones de personas condenadas a vivir en condiciones indignas no en el tercer mundo sino aquí, junto a nosotros. Invisibles para los políticos y para la sociedad, corresponsables todos de este drama indigno. Callar y no actuar es un pecado social imperdonable.