Publicado 04/07/2024 08:01

Francisco Muro de Iscar.- ¿Se puede cuestionar la neutralidad del Constitucional?

MADRID, 4 Jul. (OTR/PRESS) -

El caso de los ERE en Andalucía es el mayor escándalo de corrupción, clientelismo, impunidad y prevaricación de la democracia en España. Ocurrió, durante una década bajo el dominio político socialista que se extendió desde 1978 hasta 2019.

Un sistema de compadreo, amiguismo y trampas en la elaboración y aplicación de las leyes para evitar los controles, y beneficiar arbitrariamente a determinadas personas. Se "repartieron" nada más y nada menos que 680 millones de euros de fondos públicos. La sentencia del Supremo fue ejemplar y parecía el último paso.

Hasta que el asunto llegó al Constitucional y éste decide -como siempre en los asuntos importantes en los que está afectado el Gobierno, por siete votos a cuatro- reinterpretar la ley y desmontar las condenas del Supremo con el peregrino argumento de que no es posible que los jueces controlen la legalidad de la actuación de los políticos en la fase de elaboración de una norma, en este caso la ley de Presupuestos y que no hubo lucro personal. Resultado: ningún alto cargo -entre ellos Magdalena Álvarez, Chaves, Griñán y otros cuantos- va a ser condenado por el delito de malversación, es decir, la desviación de caudales públicos, aunque sea verdad que se ha realizado esa conducta ilícita.

Y tampoco serán condenados por prevaricación, aunque se sepa que se redactaron leyes con el objetivo de evitar la fiscalización previa. Es la misma doctrina que se quiere aplicar a los delincuentes que trataron de dar un golpe de estado en Cataluña usando fondos públicos en beneficio personal. Estas reformas forman parte de nuestra peor tradición de caciquismo, consagran la desigualdad ante la ley y protegen los privilegios de la clase política.

Sospechar de la imparcialidad del Tribunal Constitucional, como ha hecho Núñez Feijóo, con estos antecedentes y con dos magistrados que han ocupado la cartera de Justicia y cargos en la Junta de Andalucía o en el Gobierno de la nación y un presidente muy cercano al poder socialista, es, cuando menos, más razonable que, como sostiene el TC, afirmar que los magistrados que forman la Sala Segunda del Supremo -y los que han juzgado el caso de los ERE previamente- no saben Derecho y han hecho una interpretación errónea, forzada o política de la ley.

Sostener que el TC se excede en el ejercicio de sus competencias al convertirse en un tribunal de casación de forma arbitraria o patentemente errónea, parece tan ajustado a derecho como afirmar que este órgano de garantías no tiene competencias para hacer una nueva valoración de las pruebas porque la interpretación última de los tipos penales corresponde a los tribunales.

En el auto en contra de amnistiar la malversación, el magistrado Manuel Marchena señala que "es especialmente difícil conciliar el esfuerzo de la Unión Europea por eliminar márgenes de impunidad para los malversadores con la voluntad del legislador español de dispensar un tratamiento excepcional y personalizado a unos delitos de especial gravedad, por el simple hecho de haber sido cometidos por unos concretos responsables políticos y en una determinada franja histórica... El legislador ha estimado necesario abrir un paréntesis a cien años de jurisprudencia y hacerlo para unos hechos y unos protagonistas muy concretos". Más claro, el agua.

El Gobierno distrae la atención diciendo que el Supremo "ha reventado la distensión" que había traído la firma del acuerdo para renovar el Consejo del Poder Judicial, mezclando churras con merinas, y se pregunta por qué el PP está dilatando llevar la ley de amnistía al Tribunal Constitucional. La respuesta es clara: porque Feijóo y y Sánchez saben cuál será el fallo: 7 a 5, sin duda, con el nuevo magistrado, y por el procedimiento de urgencia. El choque de trenes entre el Constitucional y el Supremo -que no es el primero pero sí el de mayor gravedad- es inadecuado y contribuye a una mayor polarización. El desprestigio de las instituciones democráticas es el gran riesgo y la palanca para una creciente desconfianza de los ciudadanos en el Estado de Derecho. Y eso ya sabemos a quién beneficia.

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