MADRID 8 Ene. (OTR/PRESS) -
Hace un año, una masa de exaltados tomó el Congreso de los Estados Unidos, uno de los lugares más protegidos del mundo. Lo hicieron azuzados por un derrotado Donald Trump, aún inquilino de la Casa Blanca, incapaz de digerir su derrota en las urnas y dedicado en cuerpo y alma a difundir que aquellas elecciones habían sido resueltas por un pucherazo. No importa que no fuera así ni que denuncia tan chusca proviniese de quien tenía precisamente la responsabilidad y la capacidad de velar por la limpieza del proceso. Aún hoy, el setenta por ciento de los republicanos creen que Biden es presidente gracias a unas elecciones fraudulentas.
Hace dos años, Pedro Sánchez se sometió a la investidura como presidente del Gobierno. La sesión fue tempestuosa y un derrotado Partido Popular, incapaz como Trump de digerir su derrota, como fue incapaz de asumir la moción de censura que acabó con la presidencia de Mariano Rajoy, se dedicó a presentarlo como un presidente ilegítimo de un Gobierno ilegítimo, acompañado por el coro de la extrema derecha de Vox. No importa recordar a los difamadores que tanto la moción como la contienda electoral fueron ganadas limpiamente conforme a los mecanismos previstos en nuestra Constitución y en nuestras leyes. Dos años después, la canción sigue siendo la misma.
Son dos sucesos ocurridos a miles de kilómetros, pero unidos por un mismo nexo: una pulsión antidemocrática inquietante, alimentada por falsas noticias y por discursos catastrofistas, que se extiende en el mundo y que está tensionando los cimientos de un sistema que pensaba que estos vientos nunca volverían a soplar. Es una pandemia con vacuna ya descubierta: el respeto a las reglas del juego que marcan las leyes, la consideración de que el adversario no es un enemigo y el reconocimiento de la legitimidad de quienes han llegado al poder de manera legítima. Así de sencillo. Pero como en la otra pandemia hay quienes se niegan a ponerse la vacuna y después se sorprenden de las consecuencias de su irresponsabilidad.