MADRID 8 Abr. (OTR/PRESS) -
Somos tan tontos que cuando a alguien se le ocurre aprovechar a los más listos, comenzamos a ponerle pegas. He escrito el verbo "aprovechar" porque una sociedad se aprovecha de sus elementos más inteligentes o voluntariosos o trabajadores, puesto que al final redunda en beneficio de ella.
Poco a poco, con las sucesivas reformas pedagógicas, hemos ido construyendo una escuela que se parece muy poco a la sociedad. Fuera de la escuela a los jefes se les obedece, el mérito es recompensado y la desidia y la pereza castigadas. Dentro de la escuela a la jerarquía que es el maestro se le amenaza o se le pega, sea por parte del alumno o de sus padres, el mérito resulta escasamente alabado, y la pereza, gracias a la cooptación, puede ser premiada o, al menos, igualada en resultados a los que se esfuerzan.
Ha bastado que en la Comunidad Autónoma de Madrid se hable de fomentar a los alumnos con mejores resultados académicos en un centro que les estimule para que comiencen las críticas y aparezca el término sagrado y tabú de la dialéctica: discriminación.
Bueno, la vida es una lección constante y permanente de discriminación, desde el instante de la concepción, por la incontrovertible razón de que no hay dos óvulos y dos espermatozoides iguales, y así nace gente alta y baja, fea y guapa, con más capacidad o menos capacidad intelectual. Eso no quiere decir que al menos dotado físicamente le tiremos al barranco, o al más torpe lo condenemos a galera, pero ello no debe impedir que quienes quieren y pueden progresar a mayor velocidad sean condenados a caminar con lentitud. Harvard es la estampa misma de la discriminación, pero nadie critica a Harvard: allí sólo van los más preparados, los que tienen mejores expedientes y -¡ojo! los más ricos si no son escandalosamente tontos-. Y gracias a eso las 20 mejores universidades del mundo son estadounidenses. Y, desde luego, entre las cien primeras no hay ninguna española.