MADRID 29 Oct. (OTR/PRESS) -
Aunque la Inquisición nació en el sur de Francia sobre el siglo XII, cuando en este país hablamos de Inquisición nadie se refiere a la calvinista que quemó católicos y anabaptistas, sino a la Inquisición Española del siglo XV, cuyo epígono más importante fue Tomás de Torquemada, confesor de la Reina Isabel, y responsable de la expulsión de los judíos.
Con estos antecedentes, no es extraño que, en determinadas épocas, refulja el espíritu inquisidor. Lo hizo en la guerra civil, por ejemplo, donde se podía fusilar a un individuo por no tener callos en las manos o leer el ABC, y, en el otro bando, por haberse afiliado a un sindicato o haber sido concejal de su pueblo en representación de un partido de izquierdas.
Los nuevos inquisidores se disfrazan de gente moderna, pero si te oyen contar un chiste sobre homosexuales te acusan de homófobo, y no quiero hablar de las observaciones sexuales referente a la mujer de las que está cargada nuestra Literatura, desde el Arcipreste hasta nuestro último Nobel, Camilo José Cela.
Los nuevos inquisidores son partidarios de que una adolescente aborte con 14 semanas de gestación, sin consultar a sus padres, pero estarían inclinados a enviar a prisión a quien hiciera un comentario de mal gusto sobre esa misma chica. A mí me hieren los comentarios de mal gusto, pero no creo que haya que llamar a la policía porque un honrado padre de familia cuente un chiste verde.
Los últimos episodios referentes a un alcalde grosero, y a un Sánchez Dragó que convirtió en material literario una aventura inane y posiblemente inventada, son una muestra evidente del nacimiento de estos nuevos torquemadas, que se erigen en clasificadores del bien y del mal, sumos sacerdotes de lo correcto y de lo incorrecto, inquisidores de nuevo cuño, cuyo fanatismo sectario, y lo digo en serio, empieza a darme miedo.